La historia no es un cuento (I)
28 de febrero de 2014
|La leyenda cuenta cómo quizás a finales del siglo XVI llegó a Santa María del Puerto del Príncipe, ciudad arrebatada a la que llamamos Camagüey, una de sus más antiguas imágenes religiosas: la de Nuestra Señora de la Soledad. Advocación mariana con presencia en Cuba pues llegó a tener cofradía propia, reconocida en la región como la más importante en la época. Contaban los viejos principeños, los del voceo y el abur, que viniendo por el camino real en día de garúa intensa, una carreta se atascó en el fango. Por mucho que hicieron los bueyes y sus conductores, parecía que el artefacto se hubiese clavado al lodo. Unos instantes después este comenzó a tragarse las ruedas, poniendo en peligro la carga, el prestigio y el canuto de sus manejadores.
No pudiendo hacer otra cosa, intentaron salvar lo transportado bajándolo hasta lugar seguro. En esas andaban cuando, por haber tropezado o por el bamboleo del que atraviesa la tierra mojada, y está enterrado hasta la pantorrilla, una de las cajas se abre mostrando una imagen de bulto, que representaba a María de Nazaret, justo en el momento en que su hijo expiraba en la cruz. El rostro bellísimo y delicado de la Virgen, atravesado por una lágrima de cristal, contempla a los viandantes. Ellos la miran con tosca ternura.
La lluvia para y la carreta deja de hundirse. Se obra el milagro.
Aquellos eran hombres curtidos, valientes como pocos, pues atravesaban de punta a punta una isla de caminos intransitables, infestados de bandoleros y de rescatadores, que eran lo mismo, pero de cierta categoría, porque entre ellos se encontraban adelantados, alcaldes, hidalgos provincianos, curas y hasta un obispo, como Fray Juan de las Cabezas Altamirano, el protagonista de “Espejo de Paciencia”, poema épico que está en el origen de la Literatura Cubana compuesto por el escribano del Cabildo de Puerto Príncipe Silvestre de Balboa y Troya de Quesada, canario, antiguo vecino de la Villa de San Salvador de Bayamo, en el Oriente del país, y testigo de los sucesos narrados, es decir, poeta-contrabandista que escribe sobre un prelado de idéntica condición, con el nada oculto propósito de celebrar a su compinche, agradeciéndole que hubiese intervenido ante el Rey, de modo que los principales de aquella villa pudieron librarse de penas y pérdidas, condenados por comerciar con enemigos de la Corona y de la Santa Madre Iglesia; pues al estos ser franceses e ingleses, debieron pertenecer, por fatalismo geográfico más que por convicciones, a las huestes de herejes y protestantes, enemigos jurados de la sana doctrina y del Papa, que entre sus cualidades más destacables estaba la afición por el oro, las pieles, los aguardientes y las carnes saladas, y, seguramente, nunca escucharon o meditaron sobre las diferencias que hay entre el tomismo y las doctrinas de Lutero, Calvino y sus seguidores.
La cosa es que estos carreteros leyeron los sucesos como se hacía entonces: si todo es signo o anuncio, si todo habla de lo divino o lo divino está en todo y si Dios interviene en el destino de los hombres, sin pausas ni prisas, y hasta en sus más pequeños detalles, entonces ¿por qué no creer que lo ocurrido era un aviso sobre el deseo de la Señora de quedarse en aquel sitio?
Sin pensarlo mucho, y metiendo mano a lo que el paisaje le ofrecía, construyeron una ermita de yagua y tablas de palmas y la Virgen de la Soledad se quedó.
Siempre me he preguntando sobre a quién pudo estar destinada la imagen, quién era su propietario, para qué fin la encargó seguramente a la península o a tierra firme, por qué no la reclamó, por qué se limitó a aceptar el “deseo” de la Virgen sin protestas ni lamentaciones o si sería una imagen destinada a la ciudad por la Cofradía de la Soledad de Nuestra Señora. No hay respuestas. Solo sabemos lo evidente y esto se resume en que aún está allí, en lo alto del cubano retablo de la iglesia que más he amado porque me hizo.
El relato además lo leí en Camagüey legendario, joya de la literatura local que merece reedición, obra de la Dra. Hortensia Pérez Lama y sus alumnos del Instituto de Segunda Enseñanza de Camagüey; otro sitio que enrumbó mi vida, pues no hay día en el que no recuerde que allí fui feliz junto Ruth Rivero, Dennis del Rosario, Ulises Sosa Salinas, José Julio Acosta, Modesto Bencomo Villaverde y los inquietos muchachos de mi curso, que no nos conformamos con el título de bachilleres sino que aspiramos a ser hombres de bien, personas decentes, aunque estos sean títulos que poco adornen la sensibilidad contemporánea o que por esos pasillos deambularon además gente de todas las calañas.
También esta historia me la había contado, de viva voz, Fausto Cornell, el viejo sacristán, que arrastraba los pies a causa de una artrosis que parecía haber nacido con él, pero que tenía una de las memorias más prodigiosas de la Villa y que era hijo de una de las familias de más larga permanencia en ella. A su memoriosa testa le acompañaba el encanto de su palabra – sencilla, directa y reiterativa- y mi voracidad cuando se trataba de escuchar los relatos de un tiempo infinito, que algunos creían había pasado pero que yo sentía me atravesaba de parte a parte, como el agua o el viento, como la luz y el relámpago.
Entre los muros de la Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad creció mi cuerpo y se hizo mi palabra. Por eso cuando leo o escucho sobre este sitio me duele la liviandad con que se habla de él, confundiendo los cuentos de camino – que cualquiera puede inventar- con los relatos y los hechos; o me alegro cuando alguien se sujeta a la verdad y ella resplandece.
Un distinguido personaje de la cultura, amparado en su prestigio y erudición, dijo, sin sonrojarse, que la imagen es pequeña. Nunca debió verla de cerca, seguramente recuerda su visión desde los bancos del templo, pero aún así, vista en lo alto, en su nicho iluminado, a la imagen se le pueden distinguir los más mínimos detalles, cosa que indica la proporción e inteligencia con la que fue construido el sitio en el que ella iba a ser colocada, de manera que pudiese contemplarse desde todos los ángulos y distancias. La imagen debe tener entre 150 y 175 centímetros de alto, es decir, desde la base hasta la coronilla, y otros 100 centímetros por los costados, armando con el traje un triangulo perfecto. Ella es solo una cabeza, con busto, y manos. El resto, que no se ve porque está bajo los ropajes, es una estructura de madera, como andamio. Vacía de cuerpo, pero no de sentidos y resonancias.
El escritor, cuando la describe, olvida un detalle, importante y significativo, que hace que afirme que él nunca la ha contemplado de cerca o que, al menos, su mayor aproximación se reduce a cuando es expuesta en el presbiterio para su fiesta. De haberla visto, debe haber estado junto a ella, el intelectual de marras nos hubiese descrito el busto de la Virgen, que tampoco se ve, pero que tiene senos. Pequeños y redondos, sin pezones. Una vez al año, para sus festejos, Fausto Cornell, mandaba bajarla y la cambiaba de ropa, poniéndole la de solemnidad. Primero se le colocaba un corpiño de hilo, luego el vestido, también de ese material solo que adornado con cintas y encajes; después otro vestido de tela negra con bordados en oro al frente y en los bajos, para, finalmente, colocarle un mantón de terciopelo decorado con motivos florales, también trabajados con hilos de ese material. Todo el ajuar había venido de un monasterio de clausura en Cataluña, pero nadie recordaba a qué congregación pertenecían las bordadoras.
La ermita de madera, nombrada auxiliar de la parroquial mayor por el Obispo Diego Evelino Hurtado y Vélez (en Cuba entre 1687 y 1704) , pronto fue sustituida por una capilla de madera, para finalmente, usando los dineros de la herencia del cura Adriano de Varona y su hermana, por orden del Obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz (prelado entre 1754 y 1768), comenzar la construcción del actual templo, que ya para 1801 era parroquia de término, título que firmara el Obispo Osés de Alzúa y Cooparacio, que conocía la villa desde julio de 1790, y que fue consagrado allí el 24 de noviembre de 1793 en la Iglesia Mayor por Fray Cirilo de Barcelona, O.F.M. Cap., entonces obispo auxiliar de Cuba. Asistió a ese acto el gobernador general Luis de las Casas.
El templo tuvo desde el inicio tres naves, sólo el presbiterio tenía retablo de madera y en el resto de las naves estaban las paredes, que se pintaban con cal, y que eran interrumpidas por nichos en los que se colocaban imágenes religiosas para la devoción de los fieles. El capital inicial y otros necesarios, como ya vimos, vinieron de herencias y donativos, pero se sabe que el grueso de los dineros llegó por la vía de los pequeños aportes, casi limosnas, que daban los devotos de todas las clases sociales. Ese es un motivo que se repetirá en el tiempo, pues las obras, anteriores a 1959, siempre fueron sostenidas por el pueblo llano.
No es cierto como dicen en un sitio Web que solo tenía dos imágenes vestidas, la de la patrona y la de San Bárbara. Originalmente, en el espacio que ocupan las dos gruesas columnas que sostienen la cúpula, por delante del presbiterio, habiendo un espacio rectangular disponible, estaba una imagen de San Juan Bosco, vestida, y otra mucho más antigua de “San Epigidito”, soldado romano, con el torso desnudo, atado a una columna, que tenía peluca de pelo humano y un paño grueso tapándole la pelvis. Esta imagen yo la conocí guardada en el coro, y aunque Fausto Cornell afirmaba que era de aquel personaje, yo creo reconocer en ella a San Expedito, soldado mártir, cuya devoción aún está viva en algunos países de Sudamérica, fundamentalmente en Argentina, y que se invoca en casos de necesitar una respuesta urgente, expedita. Guardadas, para devociones particulares o campañas misioneras, existían una copia de la imagen de la patrona y otra de la Virgen de los Dolores, ambas de bulto, de unos 50 centímetros de alto. El que hoy se conserven dos imágenes vestidas, no significa que siempre fue así, pues, en total, yo conocí seis imágenes, y vaya usted a saber cuántas existieron antes, pues mis recuerdos son de ayer mismo, de cincuenta años atrás.
A finales del siglo XIX, alrededor de 1895, el Teniente Gobernador de turno, mandó eliminar de los edificios públicos todo adorno superfluo, alegando “razones sanitarias”, y recuérdese que la Iglesia era gobernada además por el Patronato Regio, luego entonces este era un edificio bajo su jurisdicción y hubo que obedecerle. Rara operación urbanística contra el barroco americano, seguramente emprendida por ser este empleado un admirador de las construcciones neoclásicas o un celoso cumplidor de órdenes venidas de arriba. Ese fue el año en el que la Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad comenzó a perder su garbo y majestuosidad, cosa que ganó cuando, por falta de dineros, comenzó a perder la cubierta y se quedó en ladrillos desnudos, que hacían de ella una obra única en la arquitectura colonial citadina, que por obra del azar tenía entonces un aire románico.
Seguramente el P. Manuel Martínez Saltage, párroco desde la Guerra de los 10 años hasta bien entrada la República, debió protestar por los despojos. Recuérdese que este hombre, cubano y patriota, fue quien, junto al Beato José Olallo Valdés, desafió el poder colonial y en 1873 amortajó al Mayor General Ignacio de las Mercedes Agramonte y Loynaz, el más grande de todos los camagüeyanos, al que Martí calificó de “diamante con alma de beso”. Este cura, además, durante un memorable Miércoles de Cenizas, en época de la Guerra Necesaria, se encargó de indicar al Teniente Gobernador que si quería imponerse las cenizas que “fuera al fogón de su casa”, pues el personaje insistía en ser el primero en la fila, alegando razones de estado.
Hasta los años ochenta del siglo XX se podían ver diferentes pinturas murales. En la pared anterior a la cúpula estaba la más extensa de ellas, y representaba una bandera de España entrelazada con una cubana, y un texto en latín que no recuerdo qué decía. Por la vocación y el compromiso independentista del Padre Martínez, debieron pintarlo después su muerte, durante la República, pues el gobierno colonial nunca hubiese permitido que, ni siquiera en la pared de un templo católico, ondeasen juntas las insignias de la metrópoli y la de Narciso López.
Con excepción del retablo, el presbiterio delimitado por rejas de hierro forjado, de las que pendían el ambón del evangelio y de la epístola, del precioso púlpito de madera cuyo baldaquín estaba coronado por una paloma de porcelana; o del Vía Crucis que algunos creían obra de un famoso grabador checo – pero que nunca me lo parecieron-, nada más adornaba el templo. Era un sitio despojado de pompa y banalidad, destinado a la oración y el silencio, que sólo olía a incienso en las misas pontificales pues el resto del tiempo se respiraba el olor de las azucenas, baratas entonces, que siempre estaban colocadas sobre las puertas de la pared de madera que se separaba al presbiterio de una sacristía sobria, amoblada con mesa larga, que no se veía desde afuera y que ocupaba la parte de abajo del retablo; esta estaba llena de largas y estrechas gavetas donde se guardaban, después de plancharse y almidonarse: albas, amitos, cíngulos, manteles, paños del altar, purificadores y otros elementos usados en la Santa Misa. A los costados, también alejados de miradas indiscretas, había dos alacenas empotradas en la pared, enormes: del lado izquierdo estaban las casullas, las dalmáticas, las estolas y los manípulos para la mano izquierda, capas pluviales y un hermoso palio dorado, especialmente fabricado para las fiestas del Corpus Christi, que debía ser llevado por seis hombres, pues tal era el número de sus varas y debajo una colección de pequeñas imágenes del Cristo de Limpias, que representaban apenas la cabeza sufriente del Redentor y parte de su cuello y hombros, pero que hoy está prohibida su exhibición en templos católicos. Allí se guardaba un exvoto dejado por un torero, que consistía en su traje de luces completo, que a la espalda tenía una imagen bordada de la patrona. Del lado derecho se guardaban los vasos sagrados, las patenas, vinajeras y otros elementos para uso del culto, así como el enorme “resplandor” de la Virgen, especie de corona de oro, recamada con una extensa profusión de piedras preciosas y semipreciosas de todos los tamaños. Allí también se guardaba el rosario de oro con cuentas de cristal cortado de Bohemia, que era el que usaba la imagen patronal en sus procesiones y fiestas, así como las custodias, una de ellas, copia en oro de una de la Basílica de San Pedro en forma de rayos solares; así como otras custodias de menor valor, y una gran cantidad de obras de arte utilitario, entre las que habían preciosos platos de Talavera de la Reina y porcelanas francesas e italianas. En esta última alacena se guardaban los vinos para celebrar y un pomo de cristal, como los de aceitunas, llenos de hostias sin consagrar, que hacían las delicias de los inquietos monaguillos. Una vez que alcanzamos la adolescencia el interés por las obleas fue menguando, para luego ser sustituido por la inocente afición por “del fruto de la vida y del trabajo de los hombres”. Más entre él y nosotros se interponía una cerradura infranqueable, cuya única llave guardaban los sacristanes.
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