La Habana crece a la sombra de su cañón
5 de marzo de 2019
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La ciudad conserva, celosamente, sus mejores tradiciones. La antigua villa de San Cristóbal de La Habana no ha dejado de salvar –y atesorar– un legado enriquecido de generación en generación.
El cañonazo de las nueve es una de esas arraigadas tradiciones de la vida habanera. Una descarga que, noche tras noche, puntualmente estremece a la urbe.
El origen de esta singular práctica se remonta varios siglos atrás, en aquellos años en que la isla era una de las más preciadas joyas de la metrópoli española.
Se cuenta que, en las noches coloniales habaneras, el atronador disparo marcaba el cierre de las murallas, que protegían a la ciudad de asaltos de visitantes no deseados.
Aunque hoy, y desde hace mucho tiempo, el cañonazo de las nueve de la noche no anuncia tal acción, lo cierto es que esa tradición pertenece ya a la identidad de la capital de la mayor de Las Antillas.
No es extraño, por ello, que los poetas, de varios estilos y tendencias –como lo demuestra esta breve selección–, se hayan preocupado por reflejar, en sus versos, tan antigua y curiosa tradición.
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El trueno de las nueve
Descarga La Habana su cañón.
El espacio parece quebrarse y los astros más nítidos
se estremecen no obstante su bien resguardada lejanía.
Si es verano el sol clausura sus últimas tiendas,
si es otoño la noche despliega su danza de pies descalzos,
si es primavera la lluvia arde por un instante en la explosión,
si es invierno no será la ciudad sino la melancolía quien se azore
a las nueve, las veintiuno de la hora militar
y de los comunicados que los barcos componen con su humo
solidario
en los libres dominios del puerto.
Cuando este lobo a orillas del mar cierra un ojo y retumba,
La Habana ya no es empujada al cautiverio como en los ásperos
días coloniales sino que continúa trenzando sus mágicas alfombras
en las que hace su ronda el viento del Caribe.
Y los relojes, aun los semejantes a escarabajos verdes,
inclinan sus banderas, porque del viejo lobo emerge el tiempo,
rotundo, sustantivo, como es en la fábula real.
Con ese aullido de animal vapuleado, los capitanes imperiales
decretaban la muerte de la ciudad, con ese humo de las nueve
que soltaba el fantasma del miedo, uno que nada podía
contra el duende criollo, el azogue de la rebelión.
Ahora es otra la pieza, otro el artillero que hace estallar
ese poema de una sola sílaba.
La Habana crece a la sombra de su cañón.
Luis Suardíaz
(Camagüey, 1936–La Habana, 2005)
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Morro. Nueve de la noche
El auto transita asaltando las brumas,
entra por esa boca donde estuvo
–conmovedor azul–
el milagro del mar.
Los cristales corridos atraen eléctricas estrellas
que van cediendo paso hacia el agujero donde habitan
los insectos que portan remembranzas.
Andamos sumergidos tratando de vencer
el denso crucigrama de la historia.
Una mosca luminosa danza perturbando la salida del túnel,
¿qué ingénito motivo habrá inventado esa sombra mayor
que envuelve las paredes del Morro?
Ya no se oye el canto enigmático del grillo que otrora hizo
presencia
acompasando, el monótono chirriar de los carruajes.
Hoy estallan las luces de los autos contra las paredes
carcomidas
por los picos de pájaros salobres y las uñas del tambor
retumbante del agua.
La peregrinación es un enigma sensible a lo perenne.
El cañón retañe victorioso para alcanzar el tiempo
de los hombres
que ansiaban ser dueños de su suerte.
Ahora que lo son el cañonazo se asegura
de que la hora disparada con el número 9 del reloj de la noche
despierte los recuerdos.
Carmen Serrano
(Sagua de Tánamo, Holguín, 1939)
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El cañonazo de las nueve
Mi ciudad tuvo un tiempo de estar amurallada,
costumbre de los siglos medievales.
Era como un escudo preventivo
para cuidar la paz de las noches del pueblo,
dificultar ataques desde tierra.
Un cañonazo exacto cada día
anunciaba el cerrar de los portones
de acceso a la ciudad.
El que no entrara a tiempo, ya no entraba
hasta el siguiente amanecer.
Con los años, los muros caducaron
y la ciudad se abrió completamente.
Apenas dos secciones de muralla
nos recuerdan lo que hubo allí una vez.
Pero la tradición encarna, se hace hábito,
vence y perdura, se vuelve imprescindible.
El cañonazo aquel para cerrar accesos,
suena su bronca voz noche tras noche,
siempre a las nueve, a las veintiuna,
en preciso lenguaje militar.
Desde el mismo lugar de antes se dispara
por jóvenes reclutas de uniformes antiguos,
aunque ya, a su estampido, no hay nada que cerrar.
Algunos, en las calles, van a largas vigilias;
en casa, es el comienzo de la telenovela;
los más pequeños, tienen que dormir.
Cada cual en lo suyo.
Todos, sin falta, ajustan sus relojes al ruido del cañón.
Rolando López del Amo
(La Habana, 1938)
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