La fea cara de la soledad
1 de febrero de 2021
|A aquel matrimonio le ocurrió lo de la ropa a la moda que pierde el deslumbramiento en el cambio de temporada. Amor apasionado provocador de un rápido enlace. Amor sublimado que convirtió a los dos en ejemplos magnificados de perfección y cuando la vida en común salió al paso, se desinfló poco a poco, se desgastó como las piezas de plástico de las llaves de los fregaderos, como la madera de bagazo del juego de sala de costo alto.
Antes del aburrimiento total, les nacieron dos hijos cuando de vez en cuando se ejercía el sexo, animados por un filme de escenas eróticas visto en altas horas de la noche. El cariño natural compartido en el amor y cuidado de los niños porque ejercieron un modelo ejemplar, sostuvo la pareja por unos años, previo a una conversación frente a un anti romántico pero delicioso batido de mamey.
Aquella conversación serviría de ejemplo en consultas de psiquiatras o sicólogos en que llorosas mujeres sufrían el abandono del hogar por el marido. U hombres libres de grasa abdominal, ajenos a los maltratos físicos o psíquicos a la compañera, se preguntaban el porqué de la huida de la dama.
También aquel encuentro en que por lo rápido de las conclusiones no perdió el frío el batido de mamey, serviría además de ejemplo pacífico frente a dos cónyuges en disputa ante un notario conciliador. Aquella tarde ellos se miraron cara a cara y aburridos de ellos mismos, decidieron el divorcio. Ni la mínima discusión por el refrigerador, el televisor recién comprado y ni siquiera por la gran vivienda permutada por dos en que el padre accedió a la mas pequeña.
Y los dos muchachos crecieron y se hicieron hombres bajo el amoroso cuidado de dos padres separados y juntos en la atención a los hijos. Y pasado el tiempo en días diferentes, esos padres los vieron marchar con sus familias propias a lugares distantes, pero siempre de regreso cada año, menos en este que un virus caprichoso se empeñó en alejar a las familias.
Pero ese mismo virus caprichoso en su maldad provocó la unión de los desunidos. Y con extrañeza primero y alegría después, los hijos ausentes comprobaron que en una sola llamada podían hablar con la madre y el padre. De nuevo, gozando de la experiencia dada por la vejez y del miedo a la muerte en soledad. Se habían unido. Y si no encontraban mameyes para el batido, lo hacían de mango. Y si no había mameyes ni mangos, ella confeccionaba un té del tilo sembrado en el jardín. A sus años y en tiempos pandémicos, el futuro pasa a un plano indeterminado y el presente cuenta solo con los minutos anunciados en ese instante en Radio Reloj.
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