La coronación de Gertrudis Gómez de Avellaneda
5 de abril de 2013
|El próximo año celebraremos el bicentenario del natalicio de la eminente poetisa, narradora y dramaturga, Gertrudis Gómez de Avellaneda. Mientras revisábamos en estos días documentos relativos a su vida, hallamos algunos vinculados con un singular pasaje de su existencia: su coronación en el Liceo habanero.
En 1859, al cabo de veintitrés años de ausencia, la poetisa retornó a Cuba. Llegaba en el séquito del nuevo Capitán General Francisco Serrano, pues su esposo, el Coronel Domingo Verdugo venía designado para algún cargo militar.
Fue el jurista y escritor principeño don José Ramón de Betancourt, gran amigo de la autora y a la sazón director del Liceo de la Habana, quien tuvo la iniciativa de homenajear a tan ilustre hija de Cuba con un solemne acto en que se depositara en las sienes de la escritora una corona de laurel como símbolo de sus triunfos intelectuales.
La ceremonia se celebró en el Teatro Tacón, el 27 de enero de 1860. La velada contó con un programa demasiado extenso para los gustos de hoy, que incluía en la primera parte un concierto, entre cuyos ejecutantes sobresalieron el pianista Luis Moreau Gottschalk, un virtuoso, oriundo de la Luisiana y por entonces de visita en Cuba y el violinista cubano José White, formado en el Conservatorio de París.
En la segunda parte, un conjunto de aficionados del Liceo representó la pieza La hija del rey René, traducida del francés por La Avellaneda. La tercera con un discurso de elogio a la homenajeada por José Ramón Betancourt y luego a la lectura de poesías por autores notables de la época: Esteban Borrero Echeverría, José Fornaris, Antonio Zafra. Mas, tratándose del homenaje a una figura de vida tan azarosa como Doña Gertrudis, era necesario que la noche tuviera un suceso novelesco.
Como la velada se alargaba, estimaron sus organizadores abreviar la lectura de poesías y proceder a la coronación. Apareció entonces en el proscenio, sin previo aviso, un personaje estrafalario, al que el célebre crítico Enrique Piñeyro, uno de los asistentes al acto, describe así: “de tez amarillenta, todo negro: ropa, barba, cabellos; éstos además largos y mal peinados; con algo fúnebre en la apariencia, algo que hacía pensar en los retratos de Paganini, o en seres fantásticos, en vampiros”.
Tal personaje, que según la tradición era un empleado de la administración pública, de apellido Muñiz, llegado allí quién sabe a través de qué influencias, se empeñó en la lectura de un disparatado romance, en el que se unían los evidentes desaciertos del texto con todos los defectos de una declamación enfática y ridícula. Parte del auditorio perdió la buena compostura y a las grandes carcajadas pronto se unieron los gritos de: “¡fuera, fuera!”.
Mientras tanto, la homenajeada, sentada en un trono en el escenario, junto al anciano Conde de Santovenia, presidente del Liceo y algunas damas relevantes del Instituto, sufría en silencio el incidente. Como describe magistralmente el propio Piñeyro:
Al principio, inclinando el cuello avanzaba ella la cabeza como para darse cuenta de lo que podía significar la aparición inesperada; pero a medida que el escándalo crecía, iban sus ojos despidiendo llamas, lanzando dardos de fuego, que si hubieran podido llegar hasta el imprudente lo habrían seguramente convertido en polvo. Apretaba los labios con más y más fuerza cada segundo, y muy pronto descubrí, como un hilo rojo que colgaba de su labio inferior, una gota de sangre que se deslizaba silenciosa, arrancada por la impotencia con que en tal ocasión su inmenso orgullo e indomable carácter luchaban desesperados.
Todavía, cuando al final del acto, fue depositada al fin en las sienes de la escritora, la pesada corona que en oro y esmalte imitaba el laurel, había en su rostro huellas del agravio, que no se borraría fácilmente de su memoria.
En cuanto al oscuro empleadillo Muñiz, volvió definitivamente a las sombras, pero aún allí conservó cierta influencia. El censor colonial prohibió absolutamente la inclusión de su nombre y del incidente en general en la prensa de la época, que sólo se ha podido recordar gracias a la crónica del citado prosista. El vampiro tenía sus protectores.
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