Jorge Herrera: el mago de la cámara en mano
20 de marzo de 2017
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Admirarse ante las trepidantes imágenes de cualquier cuento de Lucía, con una cámara inquieta que hurga en las expresiones de los actores, participa como un testigo activo en La primera carga al machete, o se ve arrastrada a los convulsos acontecimientos que en Los días del agua desatan los poderes milagrosos de Antoñica, es admirar la obra del célebre fotógrafo Jorge Herrera (1927-1981). La Cinemateca de Cuba le rinde tributo a propósito del 90 aniversario de su natalicio en La Habana, el 31 de marzo de 1927, con un recorrido por la trayectoria de este hombre vinculado a títulos tan importantes del cine cubano a través de una retrospectiva en la sala Charlot y, en fecha próxima, la apertura de una exposición sobre su obra en el vestíbulo del cine Charles Chaplin.
Tras cursar estudios de música, Jorge Herrera forma parte de un grupo juvenil de teatro vernáculo y luego de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo. Se inicia en el cine como revisor de películas, proyeccionista, asistente de cámara y camarógrafo en Cine-Revista. En 1959 se integra a la sección de cine de la Dirección de Cultura del Ejército Rebelde y filma los primeros documentales realizados después del triunfo de la revolución: Esta tierra nuestra, de Tomás Gutiérrez Alea, Sexto aniversario y La vivienda, dirigidos por Julio García Espinosa. Al fundarse el ICAIC se incorpora como camarógrafo de documentales y del Noticiero ICAIC Latinoamericano. Interviene en estos años como fotógrafo del afamado cineasta holandés Joris Ivens en los dos documentales que rodara en la Isla: Carnet de viaje (1960) y Cuba, pueblo armado (1961). Herrera es promovido a director de fotografía en 1963 y su labor en el corto El encuentro (1964) –concebido originalmente para el largometraje colectivo Un poco más de azul–, inicia una fructífera colaboración con Manuel Octavio Gómez.
Para su primer largometraje, La salación (1965), Manuel Octavio acudió a la temprana pericia del fotógrafo, este apeló un estilo académico dos años después, para su Tulipa, versión de una aclamada pieza teatral sobre el universo de un circo itinerante. Jorge Herrera no había descubierto aún las posibilidades del uso de la cámara en mano que tanto llegara a apreciar, sin por esto dejar de lograr imágenes que captan la atmósfera pretendida por el cineasta.
Entre ambos títulos, Humberto Solás reclamó el aporte del fotógrafo para su mediometraje Manuela (1966), cuya belleza formal debe gran parte a su capacidad de extraer toda la fuerza de la debutante Adela Legrá en los primeros planos. Solás no pudo prescindir para su primer largometraje, Lucía (1968), de la inquieta cámara conducida por el diestro fotógrafo, que obtiene la mayor expresividad en la euforia de la Lucía enamorada en el primer cuento o la sigue en su trayecto por las calles de Trinidad en busca del amante traidor a la patria; sigue a Eslinda Núñez en su melancólico paseo por un cayo cienfueguero o inmersa en la huelga violentamente reprimida del segundo relato, cuando no corre detrás de Adela Legrá por las salinas perseguida por Adolfo Llauradó en la tercera historia de ese clásico inconcebible sin el aporte de la fotografía por medio de tres estilos diferentes a tono con las demandas de cada argumento.
Jorge Herrera alcanza su consagración en 1969 al volver a colaborar con Manuel Octavio Gómez en ese clásico que es La primera carga al machete. Esa película confirmó la pasión de Jorge Herrera por el uso de la cámara en mano, ya explorada en Manuela y Lucía. Aquí deviene un personaje más que interviene en la trama, además de apelar a un material fotográfico de alto contraste, y contribuyó decisivamente al éxito internacional de un filme concebido como si se hubiera realizado un reportaje en pleno siglo XIX. En relación con la concepción fotográfica, declaró Manuel Octavio Gómez en una entrevista: “El objetivo era buscar un tipo de fotografía que recordara el contraste de la fotografía de los primeros tiempos del cine. Mis relaciones con Jorge Herrera fueron siempre de colaboración mutua y de ininterrumpida comunicación en cuanto a objetivos e intenciones. En cuanto al movimiento de cámara, en momentos como la batalla, la libertad era incondicional. Es importante aclarar que la cámara siempre la concebimos como un elemento activo que participara en las complicaciones de la acción”.
Es preciso mencionar en primer término el aporte extraordinario de la fotografía de Jorge Herrera, cuya contribución es extensiva al guion. Con su perenne testarudez y arrojo el fotógrafo entusiasmó a Manuel Octavio con la idea de proseguir sus búsquedas de medios expresivos nuevos para la fotografía por medio de película de alto contraste sin tonos intermedios, solo el blanco y negro puros, y una libertad irrefrenable de la cámara, a tono con el propósito rector de imitar vetustas imágenes de daguerrotipos. Alguien definió el notabilísimo resultado como “delirio glauberiano” y atribuyen a Herrera influencias del fotógrafo brasileño Waldemar Lima en el Dios y el Diablo en la Tierra del Sol (1964), sumun de las inquietudes de Glauber Rocha, pero incuestionablemente fue determinante el influjo ejercido por el magistral artífice soviético Serguéi Urusevski en las pasmosas imágenes y planos secuencia de Soy Cuba.
Solo en muy contados encuadres permanece estática la cámara de Jorge Herrera, quien confesó: “La cámara en mano es más humana, más auténtica. En ella está implícita la frescura, la espontaneidad, la improvisación. Es más íntima. Vive, siente, ama, odia. Da a los actores una gran libertad de acción, los ayuda a sentirse seres humanos y no actores”. Experimentó con el color en la fotografía de Los días del agua (1971), de Manuel Octavio Gómez, en la cual al delirante empleo de la cámara en mano, forzó determinadas secuencias en el proceso de revelado.
Manuel Pérez también contó con la valiosa colaboración de Jorge Herrera en dos títulos, El hombre de Maisinicú (1973) y Río Negro (1979), en los cuales la cámara no dejó de adquirir protagonismo por momentos. Humberto Solás había recurrido a su acostumbrado paroxismo visual en Cantata de Chile (1975), fresco lírico-épico de plasticidad acentuada por el expresivo uso de la iluminación. Al comenzar el extenso rodaje de Cecilia, Jorge Herrera era el fotógrafo inicialmente responsabilizado con la fotografía pero discrepancias en torno al estilo exigido por el cineasta provocó su retiro de la filmación y fue sustituido por Livio Delgado. La película conserva una única secuencia filmada por Herrera: la del comedor de los Gamboa.
La obra de Jorge Herrera está signada por la experimentación y la búsqueda constante en lo formal y lo conceptual, sus aportes técnicos y artísticos propiciaron una nueva concepción de la fotografía en el cine cubano. Desarrolló un estilo propio manifiesto en todos sus filmes, fuera una comedia como No hay sábado sin sol (1979), de Manuel Herrera, o un largometraje de la complejidad de Alsino y el cóndor (1981), filmado por el chileno Miguel Littin en Nicaragua. Fue justamente durante el rodaje de una secuencia desde un helicóptero para esa película que Jorge Herrera sufrió un infarto cardíaco y falleció el 12 de noviembre de 1981.
Sobre la impronta dejada por este artífice de la cámara, escribió la crítica Teresa González Abreu: “El cine para él era como un desafío donde dejar su arrolladora necesidad de expresarse. Quizás como ningún otro director de fotografía nuestro, Jorge es reconocible, palpable, huracán de imágenes, donde sus virtudes artísticas –poseía como ningún otro un sentido del encuadre personal y definitivo– nunca se quedaron en lo alcanzado, sino que significaron una nueva arrancada”. Cada plano era un momento irrepetible para Jorge Herrera, al que se consagraba con una pasión ilimitada.
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