Jorge Anckermann
10 de marzo de 2017
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Una vez que terminamos de publicar en esta sección la gran mayoría de las epístolas que figuran en nuestro libro Ernesto Lecuona: cartas, que se vende en varias de las librerías del país, procedemos a incluir en De Ayer y de Siempre muchas de las notas biográficas publicadas al final de la obra.
Ellas tienen como objetivo informar a los lectores quiénes son las personalidades citadas en las cartas.
Anckermann Rafart, Jorge (La Habana, 1877-1941). Compositor, director de orquesta, contrabajista y pianista. Hijo del compositor, violinista, clarinetista y pedagogo español Carlos Anckermann, inició con su padre los estudios musicales a los ocho años de edad. Cuando solo contaba con diez años sustituyó en la conducción de un terceto al director de orquesta Antonio González. Un lustro después era el director musical de la compañía de bufos cubanos del empresario Narciso López. Con ese colectivo viajó a México, donde luego de actuar en el circo-teatro Orrin, en el Distrito Federal, recorrieron una considerable parte del país y, más tarde, los principales centros urbanos de California, en Estados Unidos de Norteamérica. Finalizada tal experiencia, regresó a la capital mexicana y allí residió dos años, dedicado a la enseñanza musical.
De vuelta a La Habana se consagró por completo a dos modalidades de su quehacer artístico: la dirección de orquesta y la composición. Como director, Anckermann condujo las orquestas de los principales teatros habaneros: Albisu, Lara, Payret, Tacón y Molino Rojo, y terminó haciéndolo solo con la del Alhambra, a cuya escena entregó lo mejor de su talento musical desde 1912, cuando llegó a ese coliseo, hasta el cierre de sus puertas, en 1935. En el ámbito de la composición teatral, sus piezas poseen belleza, cubanía, gran melodismo y buena factura técnica. Ciertos críticos apuntaron que en algunas de sus obras llegó al patetismo característico del drama lírico, lo cual demostraba que, de haberlo deseado, hubiera podido incursionar en géneros diferentes a la zarzuela, el sainete, la revista y el juguete cómico, cultivados por él con profusión.
A los dieciséis años estrenó su primera partitura para la escena: La gran rumba (L.: José R. Barreiro), parodia de la La Gran Vía (L.: Felipe Pérez González / M.: Federico Chueca y Joaquín Valverde). Pero no hay dudas de que a su extensa labor alhambresca correspondería lo mejor de su creación musical, y en tal sentido abordó todos los géneros de la música cubana para libretos concebidos en su mayoría por Federico Villoch, «el Lope de Vega criollo», o los hermanos Gustavo y Francisco Robreño Puente. Entre otros títulos, figuraron: Napoleón (1908), La casita criolla (1912), El Patria en España (1914), Aliados y alemanes (1915), La danza de los millones (1916), La señorita Maupin (1918), El rico hacendado (1919), La isla de las cotorras (1923), Los grandes de Cuba (1927), Bocetos de Cuba (1931, L.: G. Sánchez Galarraga)… Durante la temporada lírica en Martí patrocinada por la empresa Suárez Rodríguez, tuvo lugar el estreno de sus zarzuelas La emperatriz del Pilar (L.: Gustavo Robreño) y El secuestro de San Miguel (ídem), y se repusieron varias de sus producciones para el Alhambra: La fiebre del loro (L.: Agustín Rodríguez), Las sensaciones de Julia (ídem), El hijo de madame Butterfly (L.: Federico Villoch), Un bolero en la noche (ídem), Piernas al aire (L.: F. Villoch y Pepín Rodríguez)…
A Jorge Anckermann se le considera el creador de la guajira. Compuso danzas para piano, entre estas Señorita y Riendo y llorando, al igual que hermosas canciones, criollas y boleros: El arroyo que murmura, Flor de Yumurí, El quitrín, Un bolero en la noche… Organizó además conciertos de música criolla, en los que actuaron la mayoría de los principales cantantes cubanos de las décadas de los años veinte y treinta del pasado siglo. Fue un autor invariablemente querido y elogiado por sus colegas, la crítica y el público. En 1930 presidió el Sindicato de Autores de Cuba. A pesar de las diferencias generacionales, entre él y Lecuona existió siempre una profunda y recíproca admiración. Según el escritor e investigador Eduardo Robreño, en cierta ocasión Anckermann le confesó: «Cuando yo quiero escuchar tocar bien el piano, me voy a casa de Ernesto».
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