Irma la amarga
23 de septiembre de 2017
|Ella lo tomó del brazo, buscando apoyo. La puerta abierta del hogar maldecido por la amarga Irma. Indecisos, los jóvenes ayudantes en la limpieza y acomodo, dudaban en marchar o permanecer. Siguiendo la lógica de los malos pensamientos, lo inteligente era estar allí. Así los viejos comprobarían que en tambaleante estructura o en pedazos reconocibles, lo poseído por ellos, los esperaba. La muchacha les sonrió y en decisión propia, marchó hacia la puerta. Los otros la siguieron y el más díscolo, el de las palabrotas concentradas hasta en una oración de cuatro palabras, en un tono bajo de barítono, les anunció la continuación de la ayuda. “Les cargarían con toda la mierda que quisieran botar”.
Se creían preparados para este paisaje confeccionado a viento alzado por la amarga Irma. Con la vida salvada, no pensaban en el después. Las interrogaciones abiertas, boca en boca de los albergados, las evitaron. A pesar del análisis sereno en sus conversaciones en voz baja en dicho lugar y los rezos compartidos avivadores de la fe, la realidad les traqueteó los envejecidos huesos.
Volver a empezar. Otra vez, volver a empezar. Sus vidas estaban marcadas por los recomienzos. Empezaron después de cada aborto de aquel útero enano empeñado en desperdigar las semillas. Empezaron a diseñarse un hogar sin culeros lavados y hervidos y a lágrimas escondidas por los dos, lo consiguieron.
Reabrieron el camino en otro pueblo cuando el central cerró. Y él se construyó otro oficio en la madurez para ganarse un pedazo de vida y ella otras amigas, pero se les quedó pendiente la visita al cementerio dejado atrás con las flores del Día de las Madres.
El viento, entrado por el frente, abatió con ganas maderas, metales, plásticos, cables en muestra evidente de su poder sobre lo acumulado peso a peso en un hogar de pobres, pero honrados. En un rincón, sobre el caparazón deformado y vacío del televisor chino, los muchachos colocaron los restos de la papelería familiar, hoy húmedos vestigios del tránsito por la vida de un clan de dos sobrevivientes. Acercados al único tesoro, entre papeles inútiles de propiedades inexistentes, estaban las fotos con imágenes solo traducibles por la magia de los recuerdos. Los muertos los saludaban en una alegría estampada, les perdonaban al fin por no continuar la especie. En pago, les ordenaban a seguir en pie hasta el final.
Ella marchó a la cocina, heredera del gen que en tiempos de las cuevas la signó responsable de cuidar el fuego del lar. A la reina de las ollas le faltaba la corona. Acarició las abolladuras con mano de sanadora y pensó que aunque quedara en mal equilibrio sobre el carbón, pudiera hervir alguna gallina medio viva, aunque a los remotos fundadores les estuviera prohibido comer animal ahogado.
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