Iguales y diferentes
17 de octubre de 2015
|El muchacho pasó por la sala empujado por un viento huracanado más peligroso que los pronosticados en los cambios climáticos. No los saludó porque tanta era la furia interior que ni siquiera advirtió la presencia de los abuelos en la sala. El portazo les subrayó el posible peligro entrado de la calle en la mente y los sentimientos de este adolescente amable y cariñoso. Los abuelos pasaron de la serena complacencia de dos ancianos a un estado de agitación agravado por desconocer el motivo de la alarma. La pequeñez de la vivienda unida a la liviana madera de la habitación inventada para el muchacho, les trajo los sollozos. La primera reacción de la abuela, la precipitaba contra la puerta. El abuelo la detuvo en un rezago machista en esta ocasión, oportuno. “¡Los hombres lloran a solas!”. La anciana se mordió la respuesta pues a los catorce años consideraba con justeza que aquel nieto era un pichón de hombre todavía. Mas entrometerse por la fuerza en esa desesperación violenta, violaba la individualidad de cualquiera.
Pronto la casa pasó a la escalonada proliferación de ruidos diversos. Llegada de los nietos pequeños, de los progenitores. La madre sabiendo la siempre comida lista por la abuela, centrada en la idea fija del baño programado de todos y de las tareas de la escuela. El padre, sumergido en resucitar el radio de un vecino, operación portadora de algunos pesos para el reducido bolsillo familiar. Dadas esas circunstancias, los ancianos prefirieron callar el hecho por el momento y la abuela dio los tres golpes suaves en la puerta, esos que reconocería el adolescente. La puerta se abrió a unos ojos enrojecidos y un rostro en que la expresión rabiosa trocó en una tristeza visible. No fueron necesarias las preguntas. Él necesitaba repartir las amarguras. Y las repartió en ese registro de voz de quien quiere ser hombre adelantado.
Y por primera vez, los abuelos se supieron viejos y se sintieron desarmados ante sus inquietudes.
La abuela lo quiso niño nuevamente. Lo quiso enfermo, tosiendo y con fiebre para aliviarlo con sus remedios de yerbas. El abuelo lo quiso agravado, para ser él quien lo controlara ante el pinchazo de la penicilina. Lo querían regresado de la escuela con piojos, perdido aquella tarde en que se escapó junto a otros en una aventura.
En la infancia, ellos asistieron a una escuela pública en que la sabiduría de la maestra suplía la escasez de libros y los panes con guayaba traídos en los cartucho, reemplazaban la merienda escolar prometida por el gobierno. Sabían que eran diferentes a los niños de las escuelas privadas, algunos recogidos hasta en ómnibus.
Pero este adolescente se sabía por leyes y se sentía por crianza, igual a los demás y apreciaba ya las miradas de quienes lo diferenciaban porque no tenía un androide, ni usaba la camiseta del futbolista favorito y los domingos, no frecuentaba las piscinas.
Y los ancianos temían que en la caja de las palabras viejas no encontrarían respuestas nuevas. Hurgaron, hurgaron. En el fondo aparecieron algunas eternas, engrandecidas por el uso de tantas generaciones: conformidad, paciencia, esperanza, futuro.
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