Hambre de sabiduría
29 de noviembre de 2021
|Aterrorizada, la compañera de los años escuchó la decisión. En la juventud, le contaba los lunares y en el comienzo de la vejez, le detectó las primeras arrugas. Lo conocía a fondo. Y por tanto, sabía que cuando afirmaba tomar por un camino, lo tomaba. Por suerte, dada su personalidad ecuánime e inteligencia alimentada por la profesión y continuos estudios, nunca fallaba. Era campeón tanto en el análisis de las posibilidades de un equipo de beísbol como en los vericuetos de la política internacional. En el presente caso, temía la esposa, esa decisión acaso sería la prueba evidente del debut de la demencia senil. Para cumplirla, sus posibilidades cognitivas requerían la frescura juvenil y las manos, esas manos pedirían una agilidad ya perdida.
A él la televisión no lo abrazó con sus garras aterciopeladas. Ni siquiera los documentales instructivos. Cuando operó sus cataratas, se animó a escuchar la radio. La agradeció, pero la abandonó cuando regresó a sus libros y revistas. Esos, los acariciados mientras se recuperaba. Él lo contaba orgulloso. Aprendió a leer a los cuatro años por medio de una cartilla y una maestra de vocación no obligada. Y jamás perdió la desbocada afición. Era un lector de lecturas intrincadas y diversas.
Ella le dijo un día: “Tu lees todo lo que tenga letras”. Y él con la pasividad que lo retrataba, contestó: “Todo lo que tenga letras y las una en idioma español”. Era cierto. Engullía aventuras de viajes al Himalaya con idéntico placer que deglutía un tratado de los principios mecánicos de la primera máquina de vapor. Recorría librerías, conocía a los vendedores de libros viejos. Sabía revender un título leído para obtener otro. La jubilación no cercenó la afición. Reconocida su honradez en las bibliotecas, les prestaban los libros. Sabían que sería devuelto el día prescrito. Pero le llegó un enemigo viral.
La pandemia lo encerró en la casa y encerró también gran parte de la vida cultural presencial. Los títulos pasaron al universo virtual, olvidados de la ofrenda de árboles para el papel. En las redes, en plataformas se difundían. Supo entonces que la sabiduría acumulada por la humanidad estaba al alcance de un tecleo, que quien aprendía los recovecos de la navegación, leería hasta que se le gastaran las pupilas. Y él se incorporaría y sería otro internauta. Ya ese apelativo no le olía a casco prisionero.
Y así lo aseguraba a su temerosa esposa, temblorosa ante la desbordada palabrería del anciano. Tenía viejos amigos que lo ayudarían a obtener los equipos. Y quienes cooperarían para el costo de la conexión. Lo demás, le tocaba a él. Aprendería todos los secretos de la computación. Siempre, siempre estaría a la búsqueda. No le importaban los best seller, ni los libritos de auto ayuda. Él buscaría los templos del saber. Se dedicaría primero a los grandes filósofos griegos. Y si no había computadora, recurriría a lo otro, a eso que llaman tablet o tableta. Su derroche imaginativo continuaba mientras la esposa palidecía. Observaba los dedos temblorosos indicadores de un inicio fatal.
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