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Giuseppe Perovani

11 de octubre de 2021

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Perovani-Giuseppe-1765-1835-pittore

 

Abundan los nombres extranjeros —franceses, ingleses, italianos— en la pintura colonial cubana del siglo XIX. Entre los de esta última nacionalidad se repite con insistencia en la primera mitad de la centuria, el de Giuseppe Perovani, nacido en Brescia, hacia 1765, quien “se nos muestra —según el crítico cubano Guy Pérez Cisneros— un descendiente directo de la Escuela de Bolonia, de los Carracci, de los Guido, de los Baroccio, eclécticos herederos decadentes del gran Miguel Ángel”.

Perovani llegó a La Habana en 1801 y, siguiendo esta vez el decir de Serafín Ramírez, “pintó admirablemente en la capilla del Cementerio de Espada el Juicio Final y las figuras que decoraban la entrada, y que era lo único que allí se conservaba, porque parece sino que algunos creyeron que era más hermoso, más propio de aquel triste lugar, la pobre lechada con que borraron el resto de la capilla. Las otras obras de Perovani se conservan las más de ellas en la Catedral. Pero ¡cómo se conservan! Corregidas y aumentadas de la manera más tosca y grosera que pueda concebirse. Aún existe de él en esta iglesia una Ascensión, cuadro que hasta ahora parece haber sido respetado”.

El artista dio lecciones de pintura y gozó de la protección del Obispo Espada, cuya cultura y afición por la modernidad lo llevaron a emprender obras de restauración y mejoramiento de La Habana. No hay dudas del reconocimiento que entre la sociedad de su tiempo alcanzaron los trabajos del bresciano. El poeta Manuel Zequeira escribía estos versos:

Quién pudiera tu nombre con la lira

    Llevar, Perovani, a la futura gente,

    Y en todo cuanto viva y cuanto siente

    Tanta vida inspirar como la inspira

       Tu diestra diligente.

Los frescos que Perovani pintó en el hospital de Paula, en la Iglesia del Espíritu Santo, en la Real Factoría y otras edificaciones ya no existen. Se conserva, no obstante, su Autorretrato, un óleo/tela con dimensiones de 49 x 30 cm.

La esposa del pintor también dejó su huella. Ella, de nacionalidad norteamericana, estableció una academia en La Habana para la enseñanza de los idiomas inglés, francés e italiano.

El pintor de los frescos de la Catedral vivió 15 años en el país. Después decidió trasladarse a México, donde murió de cólera en 1835, cuando pensaba regresar para fundar en Cuba una escuela de pintura.

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