Flores en tierra firme
11 de marzo de 2017
|Desde recién nacida le mostraron su minúsculo lugar en el mundo. La vistieron del color de las rosas y esa tonalidad, la preferida, la acompañó en la vida. Apenas alcanzaba a tomar la cesta de la costura colocada en la mesa de único acceso a mujeres, cuando le dirigieron el destino de sus manitas. Las manos de una mujer solo sirven para coser, bordar, tejer, cocinar, barrer, trapear, lavar, planchar. A las manos de ella, acompañadas de los ojos curiosos se le ocurrían otros caprichos. Le gustaban dibujar, colorear, recoger en cartulinas desperdiciadas por los hermanos mayores, árboles, nubes, flores que desfiguraba a su antojo porque aunque era capaz de reproducirlas en sus formas exactas, las prefería distintas en un sentimiento egoísta de pertenencia.
Una profesora le dijo a la madre que tenía vocación para la pintura. La madre no se atrevió a decírselo al padre porque sabía la respuesta. Y ella, crecida y amaestrada en el ordeno y mando, aceptó el destino de ama de casa sin chistar. Y se consideró dichosa. A su puerta tocó un buen hombre que la cubrió de hijos, nunca le escabulló el dinero de los gastos de la casa, de escapatoria anunciada en las noches para el juego de dominó y unas cuantas cervezas y, sobre todo, lo que constituyó una envidia entre las amigas, jamás le levantó la mano en aquel pueblo intrincado en que todo se sabía.
La devoción por la línea y el color no la abandonaron. Y en fechas en que la ley social estipulaba que la mujer era de la casa y para la casa, ella encontró la salida a sus secretas intenciones. Apadrinada por las necesidades de la escuela de los hijos, se convirtió en la madre de guardia en los proyectos artísticos de los profesores. Ideaba los modelos de las tarjetas de felicitación que confeccionarían los alumnos para regalar a las mamás. Adornaba las paredes de las aulas con esas flores inventadas, excelentes opciones para hacer crecer la imaginación infantil y en provecho propio, olvidar el color de los frijoles cocinados y la mancha carmelita de tanta ropa en un pueblo bautizado por el fango.
La fama de reproductora por la libre de la belleza de la naturaleza creció con la incorporación de los nietos a otras escuelas nuevas. Y con la entrada de dos nueras al hogar, el esposo ya admirador de su obra plástica, el regalo de cartulinas y una escalera de tonalidades a escoger, se entregó de lleno a la afición. Nunca pensó que eran obras de arte dignas de catálogos o muestras personales. Lo desconocía. Sí tenían la gracia de una mano, unos ojos y una sensibilidad nacidas para el arte. Pudieron ser quebradas por el destino mujer de otros tiempos, pero que la fortaleza de la poseedora enfiló en gratificación social y propia.
Un día cualquiera, visitó las escuelas un pintor renombrado. Pidió conocerla y después de saludos y felicitaciones, en lenguaje técnico calificó la obra. Más o menos entendió que sus rosas viajaban entre lo figurativo y lo abstracto. Ella no lo refutó, pero sabía que su obra aterrizaba de los sueños en la tierra firme pisada con valentía y esfuerzos.
Galería de Imágenes
Comentarios