Evocación de María de los Ángeles Santana (VIII)
7 de diciembre de 2021
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En ocasión de cumplirse este 2 de agosto el aniversario 107 del natalicio en La Habana de María de los Ángeles Santana –fallecida en esta capital el 8 de febrero del 2011– finaliza hoy la publicación parcial del testimonio que, acerca de la gran cantante y actriz, redactara nos redactara, en agosto de 1999, Enrique Pérez Díaz, talentoso escritor cubano y sobrino político de ella.
Dada su extensión, estas remembranzas no pudimos incluirlas en nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, en el cual solo figuran algunos pasajes, modificados con respecto al original. Tiene por título el testimonio de Pérez Díaz La verdadera Santana y, a seguidas, aparece la siguiente dedicatoria: «Gracias, siempre, Mary, por la emocionada aventura compartida».
Mucho habría, pues, que contar de mi experiencia con un ser tan inquietante, impredecible y fascinante como María de los Ángeles Santana. Especialmente, siempre he valorado en ella su gran orgullo y sentido de la ética, el elevarse sola por su arte, sus méritos, y no por recurrir a factores extrartísticos. Fue una persona que se forjó en la adversidad del mundo de la competencia, luchando a brazo partido por trabajar en Cuba, Estados Unidos, México y España, donde le llegó el triunfo más rotundo y recordable.
Verla ser fundadora de tantos proyectos interesantes, vivir dignamente, sin complicidades con directores y productores y haciendo siempre valer su criterio, me enseñó desde niño a conocer cuán necesario es deslindar la vida privada del mundo profesional y cuán benéfico resulta para uno ganarse un nombre sin apoyarse en la fama de padres, amigos o protectores.
Todos mis amigos y colegas periodistas se han pasado la vida entera criticándome porque no la convenza para escribir yo sus memorias. Al hablarle de estos tema, ambos nos quedamos callados porque ella asegura que en unas memorias se corre el riesgo de no decir la verdad, de no ser objetivo, de acallar aquellos hechos que ni siquiera queremos recordar y, hablar en cambio, con complicidad, bien de todo y de todos. Como con toda justicia Mary afirma, se ha dado el caso en que los libros biográficos o memorias sobre personas famosas verdaderamente terribles en cuanto a sus valores humanos, todo el mundo asegura con una absoluta falta de memoria que eran tan buenas…
Nunca se lo he propuesto en realidad, pues creo que yo sobraría en esas memorias, que alguien como ella no precisa de un simple redactor que la ayude a hilvanar el complicado laberinto de su larga y hermosa vida, llena de encuentros y desencuentros con cualquier tipo de seres sublimes y terribles por cualquier punto del planeta, una vida forjada –desde que era muy joven– en el amor filial por mi tío-abuelo Julio Vega, su representante y acicate durante tantos años.
Si he aceptado escribir este testimonio es porque entiendo que mi tía, como figura pública, ha dado a este mundo, tan necesitado, el de su presencia alegre, divertida y luminosa y el del magisterio de su profesión y la entrega de su vida. De no apuntar estos recuerdos, faltaría quizás una visión sobre otra rica faceta de su personalidad, aquella de la gran diva en el hogar, entre los suyos, vista por el niño tan cercano que fui.
Alguien bien podría decir, ¿pero serán buenos todos los recuerdos? En la vida nada es, en definitiva, enteramente bueno o malo. Claro que ha habido –como en cualquier familia normal– todo tipo de momento en nuestras vidas, Pero cada uno de ellos nos ha ayudado a crecer en definitiva, a enriquecernos más espiritualmente.
Ahora, hace unos días, cuando con verdadero esfuerzo ensayaba la primera obra de Nelson Dorr (y su puesta en escena 138), Vivir con mamá –exitosamente representada en el teatro Mella– y múltiples organizaciones la festejaron casi “callejeramenteˮ por sus 85 años, la Santana regaló a sus admiradores una gran lección. Perdida entre tantos ramos de flores, presentes, trofeos, diplomas, dio muestras de su proverbial humorismo, de su arte, optimismo, modestia, de su alegría y confianza en la vida, cuando entonó con simpar sentimiento Juventud, aquella canción de Lecuona tan ligada a ella –como Mariposa, El jardinero y la rosa y otras tantas que le cantara el Maestro:
Juventud que te vas
para nunca volver
qué tristeza me da…
Desde muy niño supe que la Santana, como todos los grandes mitos de la escena, es un fenómeno artístico-teatral-humano digno de estudio. Es el caso de alguien que, impulsado por su ser más querido y sacrificando muchas cosas en el camino, se lanzó a un ruedo que le era totalmente ajeno, pero cuyos secretos ya traía incorporados plenamente, bien porque vino dotada para ello o los conocía quizás de otra vida.
Quien la conoce bien, puede atestiguar que el éxito, la fama, el triunfo, nunca estuvieron entre sus anhelos y tal vez, precisamente por eso, los haya tenido siempre a sus pies, como a tantos pretendientes que, por su inigualable y natural belleza, la acosaron en su juventud y admiradores que todavía hoy -desde cualquier parte del mundo- le siguen la huella.
Ya lo dijo José Martí: “Lo que brilla con luz propia nadie lo puede apagarˮ, y María de los Ángeles Santana es uno de esos seres que nunca buscaron el triunfo, simplemente porque este se hizo para ellos y les viene espontáneamente. Quizás ella nació marcada para brillar, o con esa codiciada estrella de luz de los seres Leo –que ilumina en unos casos o en otros mata sobre la frente…
Compartir estos 41 años con ella me ha permitido aquilatarla y valorar de veras el compromiso de una artista —inusual e irrepetible, como todos los grandes— ante su obra, sus convicciones éticas, humanas, políticas, su país, su época y su misión en la vida.
Creo que a veces —sin que nos lo propongamos ni seamos capaces de percibirlo siquiera— el destino nos brinda regalos inapreciables -¡y huelga añadir que para cualquier persona su arte puede ser el mejor regalo!- regalos de esos por los que muchos suspirarían extasiados. Ser testigo excepcional en la vida de María de los Ángeles Santana, compartirla y a veces intervenir en ella, ha sido en verdad uno de esos inapreciables regalos, de aquellos que uno conserva para siempre –en el corazón y el recuerdo– y más allá de esta vida.
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