Evocación de María de los Ángeles Santana (VII)
1 de noviembre de 2021
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En ocasión de cumplirse este 2 de agosto el aniversario 107 del natalicio en La Habana de María de los Ángeles Santana —fallecida en esta capital el 8 de febrero del 2011— continuamos hoy la publicación parcial del testimonio que, acerca de la gran cantante y actriz, redactara nos redactara, en agosto de 1999, Enrique Pérez Díaz, talentoso escritor cubano y sobrino político de ella.
Dada su extensión, estas remembranzas no pudimos incluirlas en nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, en el cual solo figuran algunos pasajes, modificados con respecto al original. Tiene por título el testimonio de Pérez Díaz La verdadera Santana y, a seguidas, aparece la siguiente dedicatoria: «Gracias, siempre, Mary, por la emocionada aventura compartida».
Llegó otra prueba dura para nosotros: mi graduación.
Eran días de hospitales, de prácticas en Tribuna de La Habana hasta la madrugada y ayudando al querido Pedro Herrera a confeccionar la sección cultural ¿Qué hay de nuevo?, de cocinar con mis codiplomantes Ivette y Cápiro almuerzos apurados y hacer una nueva tesis de grado en apenas tres meses (pues la otra me había sido prohibida).y nos pusimos una meta impensable: Mary iría caminando a mi graduación, planificada para el 24 de marzo de 1982.
Pese a todos los pronósticos, se había recuperado muy favorablemente, aunque siempre existía el temor de que la cabeza de Thompson (una prótesis metálica que hacía las veces de cabeza de fémur en su fosa acetabular) pudiera crear adversas reacciones secundarias. Poco a poco, en casa, mi tía se auxiliaba de burritos. Pero su temperamento la hacía desesperar; pronto acudió a una muleta y, finalmente, a un bastón.
Aquel glorioso 24 de marzo, yo tenía menos interés en hablar de las páginas culturales del periódico Granma que en ver la arriesgada prueba de mi tía. Siempre supe que era su graduación y no la mía. Cuando la vi erguida, resplandeciente, del Fiat rojo, en el jardín de la Facultad de Artes y Letras, y caminar valerosa, sin dar un traspié, haciendo malabares con su bastón, en medio de la alegría y el aplauso de todos mis profesores y estudiantes de la Facultad entera, supe que la Santana, una vez más, se había graduado y ¡con felicitaciones!
Sería injusto decir que no estaba actuando una vez más. Sí, lo hacía inmejorablemente, pues luego me confesó que la pierna, el hueso, la prótesis y todo por allá adentro -¡hasta el alma!- , le dolía. Pero, por complacerme a mí aquella tarde y por ponerse a prueba, ella echó a andar… en su deseo de complacerme y ponerse a prueba había decidido echar a andar… y para no detenerse nunca más. Poco importaba entonces mi nota.
Tiempo después -pese a que es verdaderamente alérgica a repetir éxitos con una misma obra- volvería a la escena, a su Casa colonial, como la genuina Amparo que era y, otra vez, a dar saltos sobre una enorme losa, hacer planchas, cuclillas, bailar charlestón y ejecutar infinidad de cabriolas físicas y mentales. En cambio, después de la muerte de su entrañable Enrique Santisteban nunca quiso repetir su magnífica interpretación de Lidia, en Comedia a la antigua, de Alexei Arbúzov, también dirigida, con verdadero acierto, por Nelson Dorr, en el teatro Mella.
La vida laboral me trajo duras pruebas de adaptación a un rigor que nunca pensé asimilar. Tribuna había sido mi bautismo de fuego para demostrarme hasta qué punto me gustaba el periodismo. La AIN fue una escuela mejor, donde sí tenía horarios para entrar (y nunca para salir de allí), numerosos deberes y apenas derechos y lo mismo se me exigía redactar una nota de un párrafo, que un servicio especial de diez cuartillas, estar en casi tres lugares a la vez y, por supuesto, firmar siempre –obligación que tuve la audacia de incumplir más de una vez con aquella sigla de tres letras que casi se convirtió en mi tercer apellido. Mi energía, el entrenamiento que yo traía de Tribuna y el hecho de que mucho me ayudaran ambos en casa, donde todo lo tenía resuelto, me hicieron sobrecumplir tantas normas previstas y, al año de graduado y de trabajar allí, fui elegido Vanguardia Nacional. Pero, al poco tiempo de ser vanguardia, mi rebeldía ante lo injusto hizo que olímpicamente me cayera del cielo -sí, allí había una especie de cielo con dioses y todo- una amonestación pública que largo tiempo pernoctó en mi expediente laboral.
En aquella oportunidad, ante mi confusión, incertidumbre y dolor, la Santana me escribió esta nota que hoy me permito dar a conocer:
Kiki: Al arribo de tus gloriosos veinticinco años, quiero hacerte el regalo de este aforismo que he compuesto para ti; ten la seguridad, que es producto de una vida bien vivida y que deseo sepas vivir tú también.
Tolerar
es admitir nuestro derecho
al equívoco,
frente al de otros
de tener la razón.
Tolerar
no es dejación
ni es apatía.
Tolerar es enjuiciar,
hasta donde es posible,
esperar de la vida, y con
el tiempo,
merecer la razón.
Mary
Ahora, pese a todo, recuerdo a la AIN con cariño y la veo como la escuela formadora de un oficio y un rigor que para mí fue. La Santana tenía tanta razón.
(continuará…)
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