Evocación de María de los Ángeles Santana (I parte)
1 de septiembre de 2021
|
En ocasión de cumplirse este 2 de agosto el aniversario 107 del natalicio en La Habana de María de los Ángeles Santana —fallecida en esta capital el 8 de febrero ,el 2011— hoy empezamos publicar,parcialmente, el testimonio que acerca de la gran cantante y actriz redactara nos redactara, en agosto de 1999, Enrique Pérez Díaz, talentoso escritor cubano y sobrino político de ella.
Dada su extensión, estas remembranzas no pudimos incluirlas en nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, en el cual solo figuran algunos pasajes, modificados con respecto al original. Tiene por título el testimonio de Pérez Díaz La verdadera Santanay, a seguidas, aparece la siguiente dedicatoria: «Gracias, siempre, Mary, por la emocionada aventura compartida».
Un auto MG negro se detiene un día cualquiera en la casa que tiene el número 1 B08 de la calle 56, en la playa de Santa Fe. Sobre el muro de la vivienda hay un niño que siempre espera. Es un niño solitario, que con sus ojos grandes y tristones devora la soledad de las tardes. Aguada impaciente por alguien que no llega. Apesadumbrado aguarda cuando se marchita su esperanza al no ver aparecer eso que nunca viene.
Sin embargo, cuando siente llegar aquel mágico auto de carreras, el pequeño y ligero MG negro convertible, la sonrisa anida de nuevo en su rostro. No ha regresado su padre, pero:
-¡Mami, vienen tío y Mary!
La familia sale a recibirlos, saludos, besos, risas, intercambio de noticias. Por unos momentos aquel niño olvida que ha estado aguardando por algo muy distinto, algo que -tal vez- jamás llegará.
Este niño que siempre espera, todavía, soy yo. Y aquellos seres tan especiales que hasta mí llegaban, de vez en vez, quizás escapando de ensayos, giras por cualquier lugar de la Isla, o compromisos con incontables amigos, eran mis tíos abuelos Julio Vega Soto y María de los Ángeles Santana Soravilla, a quienes desde muy chico aprendía a ver juntos, como una pieza única e indivisible, como la inequívoca parte de un todo.
Soy incapaz de recordar la frecuencia de aquellas visitas. La memoria, ya se sabe, es harto caprichosa; quizás mi mente se niegue a multiplicarlas o las haga -por su trascendencia- más esporádicas (y por ello sublimes) de lo que fueran en realidad.
Solo sé que tío y Mary —así les he llamado siempre, les llaman todos en casa— eran un soplo de alegría en mi a veces monótona y solitaria niñez. Los veía aterrizar de repente en su MG con una energía distinta, ajena a mi casa. Luego eran los paseos, bien al acuario de Miramar con su impresionante foso de tiburones y toninas –¡“Si alguna vez te cayeras ahí, yo me lanzaba a salvarte!ˮ, solía decir tío ante mi susto-, al viejo zoológico de la calle 26 (donde en una ocasión tío me sugirió trepar a los venados de piedra, mientras Mary sacaba unas fotos), al pequeño apartamento del piso 7, en Línea, entre H e I; aquel piso para mí en la cima del mundo y desde el cual se veían el cielo y el mar, siempre tan lejanos, siempre tan azules.
En los bajos de aquel mismo edificio se encontraba el estudio de Armand, un fotógrafo que, muy a mi pesar, me retrató de niño -sentado sobre una colina con matracas, pelotas y un paisaje dibujado como telón de fondo- y que estuvo muy ligado a mi tía en toda su carrera. Una profética frase suya se ha convertido desde entonces en el latiguillo de mi familia, cada vez que la Santana reverdece laureles en algún trabajo nuevo: ¡Estas triunfando, querida! También Armand bautizó a mi madre como “la mademoisellemodelet!”, por sus constantes cambios de vestuario en un viaje que todos hicieron juntos por Europa.
Estar con ellos fue —ha sido— conocer un mundo bien diferente de mi cotidiana dinámica familiar: ensayos, obras de teatro, el ámbito del cabaré, la televisión o la radio, mujeres a medio vestir que mi tío se empeñaba en pellizcar, muchachas sonrientes, provocativas y tan pintadas que sus rostros se veían irreales en la escena, escenografías que representaban lugares que mi mente hacía misteriosos; hombres que desde entonces veía distintos a otros de la especie masculina, quizás por su manera afectada de hablar, quizás por lo que insinuaban sus miradas huidizas, pero a quienes —gracias a la amplitud de pensamiento de mis tíos— supe aceptar y entender.
Yo me devoraba aquel extraño y particular universo al que solo en muy contadas ocasiones se me permitía acceder y en el cual atisbaba como la célebre Alicia, de Lewis Carroll, casi a través de un espejo, con cierto susto y distanciamiento no exento de placer ante lo desconocido, diferente.
No podría recordar hoy cuántas obras vi en en estas condiciones. En mi mente quedan indelebles rincones semioscuros de la pequeña sala Arlequín, donde mi tía representó varias piezas como Algo no he dicho, Macbetch, Sara en el traspatio, entre tantas más, o los Entremeses japoneses, en el Hubert de Blanck, y, por supuesto, la mesura, inteligencia y voz calma de aquel maestro Rubén Vigón, quien proféticamente me bautizara como “El niño de la mirada inquisitiva”“¡Ay, María, este niño lo mira a uno como si lo fuera a taladrar con los ojos!”
Mi tía se sonreía y ya iban a llamarme siempre así.
Vigón era todo lo contrario – en carácter y en forma de proyectarse- a otro director que años después estuvo muy cerca dela Santana: Roberto Garriga, tan profesional y respetado por la gran estela de teatros ICR que con ella y otras figuras protagonizó durante décadas, como temido por su mal genio y frecuentes ataques o desplantes hacia las actrices.
La sala Arlequín, de La Rampa, reveló para mí, desde muy temprano en mi vida, todo el encanto que entre sus paredes guarda el teatro como recinto, ese ambiente irreal, esa semipenumbra y silencio casi religioso, el característico aroma de la tapicería y las alfombras, todo aquello que contribuye a crear en nosotros la imagen de que estamos entrando a un verdadero templo, que tiene sus ritos y oficiantes propios, ¿Y acaso la escena no es un culto desde los tiempos de Grecia?
(CONTINUARÁ…)
Galería de Imágenes
Comentarios