Estampa de Luis Mariano
26 de mayo de 2014
| |En una ciudad silenciosa y provinciana los niños duermen a la puesta del sol. Ellos no conocen la noche, mucho menos los placeres y misterios que encierra. No aspiran el vaho de la desnudez y los deseos. Una urbe polvorienta cierra los portones y la vida se traslada a la penumbra de los patios o a los corredores donde el bochorno se torna vientecillo y limonada. Yo nací en Santa María del Puerto del Príncipe, que hasta hace muy poco se resistía a ser oriental y pública. Era orgullosamente aldeana pero sin la soberbia del que cree poseer el mundo, más lo tiene, lo goza y lo extiende a través de sus calles y plazas recoletas.
Era un niño de nueve años cuando mi madre y yo salimos, por primera vez, a conocer la noche. Ella caminaba de prisa. ¿Yo? Yo miraba pasar las imágenes como en el cinematógrafo. Los adoquines hacían que mis viejos y únicos zapatos compitieran con los grillos.
El antiguo colegio Teresiano, el de la aristocracia que murió de golpe, estaba iluminado desde el pie hasta el alma. La calle cerrada. Una multitud interrumpía el tráfico, suerte que en ese instante era cosa menor. Damas con sartas de perlas y pericones de vistosos colores, caballeros de traje con olor a naftalina, y mi madre y yo, tan felices aunque nos faltaran algunos aditamentos como para completar el ajuar de lo que se supone debió adornarnos en aquel acto social, que bien podía ser un bautizo, un casamiento o velorio, ¡qué sé yo!. Teníamos, sin embargo, la elegancia que viene de la raíz del ser. Limpios y decentes. Y era bastante o nos bastaba. Estamos allí. Más yo no sabía exactamente para qué. Los niños solo saben cuando se marchan.
Entramos a un teatro que yo conocía. Supuse que volveríamos a ver la versión de Bistermundo Guimarais de Blanca Nieves y los siete enanitos, con sus actores de rodillas y aquella madrastra enorme y emperifollada como para un baile, solo que de negro. Pero no. No era siquiera parecido lo que estaba delante de mis ojos. En los pasillos la gente caminaba veloz, pero como en la punta de los pies, para no hacer ruido. En las lunetas se sentía una agitación que me pareció exagerada, o quizás, pensándolo con ojos cincuentenarios, había un temblor y hasta un susto que venía de un tiempo anterior que se resistía a morir, porque con él estaba esa parte de nosotros que arma el presente solo cuando este abre las alas y vuela entre lo pasado y la futuridad. El escenario lo llenaba un piano de media cola. A la izquierda.
Desfile como carnestolendas. Creo. Sueño. Todos. Todos. Todos – por una noche- haciendo pacto de olvido y descanso. Voces y susurros, cotilleos y aspavientos de múltiples colores. Vencedores y vencidos bajo el mismo techo, amparados por las mismas alas. Milagro profano.
Justo a las ocho y treinta vino la oscuridad. Tras ella un señor muy alto, de traje cortado a la medida, pómulos grandes, y fino, como nadie, sin afectación, con gracia natural, como quien es y no aparenta. Ese caballero trajo la luz y el fervor. Puestos de pie, con recato, los tirios y los troyanos celebraban.
Aquel hombre tocó al piano danzas nacionalistas y homenajeó a Rita Montaner, que para mí era una señora con un lunar demasiado grande que cantaba con voz de pito de auxilio. Cosas de niño. Luego aquel mago, porque ante mis ojos aún lo es, sacó de la chistera cuentos, historias que no se parecían a las de mi madre y mucho menos a las de mi abuela o a las mentiras de mi abuelo, aquellas en las que él decía haber nacido en la “mera capital” de México, desde la que había salido en barco para atracar en la rada de Guaracabulla. Abuelo Generoso reía a carcajadas, pero aquel señor enorme no. Contó de mujeres de plástico, de señoras de cejas peludas y de dos niñas que amaban a un mismo zapo, y dijo más cosas; pero como hace tanto tiempo, y ya no soy un niño, he olvidado el resto. Me pido perdón por la mala memoria y el olvido.
Luego vinieron los aplausos y unos minutos en los que la gente se movió de sus asientos, las damas cotillaron detrás de sus abanicos y los caballeros encendieron cigarrillos y hasta uno que otro puro de mala raza. Recuerdo que aquellos tabacos olían fuerte y crujían. ¿Será una traición o un invento que viene a colocar penumbra donde hay agujeros y saltos? No me preocupa, si para algo me ha servido la vida es para saber que soy lo que sueño.
Una vez que todo el mundo se acomodó otra vez en sus puestos, el artista regresó a la escena, pero está vez iba con pantalón ceñido, de cinta de satín a los lados como la de los esmoquin, y una camisa de mangas con vuelos. Se parecía a la que usaban los tamboreros de Los Comandos, la comparsa de mi niñez. Pero no, no era. No estábamos en junio ni aquella camisa era exactamente igual a la de ellos. No, la camisa los recordaba pero no era. El público, hasta entonces con aquella circunspección tan provinciana, se olvidó de sí mismo y de los de al lado, y comenzó a mostrar una euforia que no común. Éramos entonces sobrios y discretos en todo tiempo y lugar. Aquel señor narró historias desopilantes, cuyo verbo parecía rimar y entrar perfectamente en los terrenos de la clave cubana. No eran cuentos ni poemas, eran estampas costumbristas, muchas de ellas escritas pensando en la cadencia del intérprete. Desfilaron ante mí una tal Florita – quinceañera como muchas que yo he visto-, un boxeador frustrado, y otros tantos, pero especialmente pasaron ante mis ojos y mis orejas un camarero al que le cae un coco en la cabeza, una mujer llamada Cuchi, dos damas picúas que habían ido al “Museo de la Ubre”, visto a la “Momia Luisa” y escuchado una “transferencia” en la “Universidad de las hormonas”, un rico que se baña en la piscina con jabón y un desfile interminable de personajes estrafalarios, pero de mucha solvencia, que después conocería en Venezuela con el nombre de “nuevos ricos” y “sifrinos”, ya que todos ellos fueron retratados por Aquiles Nazoa en su poema satírico En el club.
Del escenario a la platea y de allí a la calle se extendió una fuerza arrolladora. A pesar de su mansedumbre y sobriedad la corriente llegó hasta mi barrio y las casas de aquella gente respiraron hondo, pues recordaron que había una manera graciosa y sana de reír y que Cuba podía ser, además de ara, una casa que nos albergara con serenidad, y que la isla guardaba, además de sus estremecimientos, la quietud del hilo de agua, del manantial que brota de una roca sabiendo que un día desembocará en el mar, sin que para ello sean necesarias las furias. Era 1972.
Luis Mariano Carbonell y Pullés, el patriarca de los contadores de historia, el hombre que cantaba los relatos y los poemas, el protagonista de la estampa que les conté, ha muerto. Nadie eche sobre su cuerpo ceniza ni desgarre sus vestiduras en señal de penitencia y luto. Celebremos su vida y gocemos de la dicha de haberle escuchado y de ser herederos de una vida decente y recta, de una venturosa existencia de trabajo y donación que nos acompañará a los cubanos hasta el día en el que ya no valga la pena recordar nada porque habremos alcanzado todo en el Todo.
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