En una iluminada tarde gris
13 de enero de 2018
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En las tardes grises, esas cantadas por el trovador Sindo, ella se sumergía en su zona de confort. El tiempo redujo la agilidad de su cuerpo, pero todavía para él, ese señor tiempo, la puerta de su mente permanecía cerrada. Ni en sus hijos ni en sus nietos prendió la vocación, no la heredaron. El padre se los desvió hacia la técnica y si bien le profesaban cariños y cuidados, no podían, aunque querían, desprenderla del pasado. La anciana extrañaba el ruido de las máquinas de escribir, las candentes discusiones entre los colegas. Y a escondidas, sobre todo en las tardes grises, encerrada en su habitación, descendía a esa zona de confort.
Era una caja de madera camuflajeada bajo un tapete bordado y custodiada por la figura de una diosa china. Adentro, escondía sus tesoros. Estaban los periódicos en que vertió las entrevistas y comentarios, los hijos legítimos de la vocación. Nunca escaló la cúspide de la fama. Era demasiado rebelde e independiente. Mantuvo una medianía decorosa. Fue querida y apreciada por los más jóvenes. Otros preferían acercarse a los famosos, a los apoderados del cielo social. Ella disfrutaba con descubrir los retoños.
Atisbaba los signos del talento, la entrega al arte porque les nacía. Se acercaba a ellos. Primero, los escuchaba. Entonces, extendía la mano sincera, esa mano tan necesitada en los primeros intentos. Les aupaba los éxitos y si la obra presentaba errores, imprecisiones normales en los comienzos, los señalaba en colores tenues. Jamás buscó aplausos faranduleros en el juego de denigrar los balbuceos.
Era una anciana con las características físicas de la edad, pero con el pensamiento adscrito al análisis continuo. Por aquella profesión basada en la observación y juicio de la realidad en interrelación con los otros profesionales, necesitaba el contacto con sus pares. En la familia no encontraba esa alimentación. Extrañaba la movilidad constante, el intercambio de ideas. Lo extrañaba, pero no se quejaba. Sabía y aceptaba que la nueva generación de artistas e intelectuales la desconociera, que el teléfono permaneciera callado. Si bien el raciocinio entrenado la resguardaba, la añoranza la visitaba en ciertos días. Eran esos días grises como las tardes cantadas por Sindo. Entonces, permanecía en el dormitorio, internada en su zona de confort, en la caja de los recuerdos.
Aquella tarde gris recibió una visita. Lo reconoció al instante. A pesar de las arrugas primeras y el robusto pelo negro alejado de las sienes. En la TV digital lo había visto en un audiovisual. Un triunfador verdadero, no aquellos que en entrevistas relatan éxitos inexistentes. Hablaron largo, largo. Gustosa reencontró a aquel muchacho desnudo de envidias y mezquindades. Se despidió con un beso, una inmensa caja de bombones y otras de té verde, sustitutos de aquel té ruso degustado mientras escuchaba los sabios e inolvidables consejos.
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