En el límite de las decisiones
27 de junio de 2015
|Estaba frente a una disyuntiva y la consideraba la más difícil de su vida. Él, quien superó decisiones que incumbían a seres amados o desconocidos, que concernían a los beneficios de un colectivo o a su desmembramiento posible, a virar las producciones de una empresa y llevarla a las felicitaciones anuales o críticas que lastimarían para siempre el futuro de él y los subalternos en una caída en el descrédito. Él, respetado por los honrados, odiado y temido por los indolentes, amigo de la ex esposa y querido por los hijos, por todos considerado un hombre firme en sus convicciones, exento del peligro de las tentaciones eróticas y monetarias, hoy flaqueaba como un adolescente ante la pregunta en un examen o la sonrisa de la primera novia por conquistar.
Y era una decisión de vida o muerte. Lo sabía. Dado su grado cultural y su apetencia informativa, estaba al tanto de los peligros acechantes. Para encontrar la respuesta a su indecisa actitud, hurgó en el pasado porque, humano al fin, trataba de desbocar esta nacida inconsistencia en la culpa de otros o en circunstancias insoslayables. Y encontró el totí del dicho popular porque nacido en isla caribeña, la asumía entero.
Hijo de gallegos, fue criado en los modos de existencia llegados de tan lejos. Aprendió vocablos, bailes, cantos, menús alimentarios, normas de vida familiar con mujer atada a las leyes del marido que le provocaron a la larga, la separación de una buena esposa y placeres del sabor adheridos en grado preocupantes.
Con numerosa familia en España y por su trabajo específico, continuó en cruce del océano cada año, donde afianzaba los gustos por las antiguas costumbres y sobre todo, por las puestas en sabor y olor en mesas de madera fina o de linóleo común. La gastronomía gallega era una obsesión en el. Y atisbaba en este pase de cuentas que la convirtió en un vicio.
Los desayunos, almuerzos, cenas y entremeses a deshora, reclamaban su atención preparatoria en compras por los mercados, en procesos de elaboración por sus propias manos. En resultados finales mostrados en hondas ollas vaciadas y vueltas a desbordar. Los tocinos, las costillas de cerdo, las judías, los lacones, los chorizos, las sardinas tranformadas en caldos, tortas, empanadas. Guisos engullidos en placentero deleite y devorados en cantidades pantagruélicas.
La pericia de un cirujano a tiempo, le atajó el desplome del maltratado corazón. Hombre hecho a conseguir sus fines, visitó cardiólogos que hablaban en gallego, francés y cubano. Los medicamentos podrían trocar sus nombres según los laboratorios de origen, pero todas las dietas coincidían. Solo el aceite de oliva y el vino tinto moderado, sobrevivían en sus intereses comestibles.
Cercano a los setenta años cantarle la despedida a sus hábitos alimentarios, cambiar en las mañanas el timón del coche por las zapatillas de la caminata, era el último de los trabajos pedidos a un Hércules mitad español, mitad cubano. Aquella tarde de las decisiones, la lenta caída del sol en la bahía habanera, avistada desde su apartamento, lo decidió. A pesar de la leche descremada y tanto vegetal por delante, la vida era ¡la vida!
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