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Emoción y razón, un matrimonio singular

4 de septiembre de 2015

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Las emociones son un impulso a la acción, a la actuación, a la conducta, a la actividad, o sea a lo que hacemos, aunque es necesario aclarar que no es tan absoluto, porque si así fuera entonces negaríamos la importancia de la mente racional –como gustan llamarla los estudiosos de la Inteligencia Emocional–, aunque yo siempre aclaro que este término se utiliza para referirnos al raciocinio, al pensamiento, a la lógica, que es lo que en última instancia nos hace seres humanos.
Esto no quiere decir que niego que en ocasiones, en dependencia de cada cual y su educación emocional, actuamos emocionalmente; lo que también nos hace muy humanos, predecibles, impredecibles, en fin, muy complejos. Porque si al principio dije que no podemos ser un derrame emocional en cada paso de la vida, lo mismo digo del raciocinio ¿Se imaginan lo aburrida que sería la vida si fuéramos estrictamente lógicos?
La mezcla es maravillosa, por lo que no están divorciados estos dos aspectos –las emociones y la lógica–, y a diferencia de los que algunos piensan, son un matrimonio que se complementa, y que, como todo matrimonio, tiene sus momentos felices, sus desavenencias, sus peleas, con las consecuentes reconciliaciones. Pero lo mejor de todo es que nunca se aburren, por lo que el éxito está asegurado, ya se sabe que lo que asesina a las parejas es la monotonía.
Entonces, hasta aquí les he dado una visión de lo bueno que es coexistir con las diferencias, en este caso de la dos mentes; la emocional y la racional. Pero, ¿a dónde quiero llegar? Pues a que hay personas que se preguntan cómo es posible que actúen de una forma u otra sin que puedan explicárselo bien. “¿Por qué soy tan tolerante con mis vecinos ancianos que me llenan de basura el jardín?” –me preguntaba un abogado que se caracteriza por su sangre fría en su trabajo, y agregaba– “incluso cuando les llamo la atención, lo hago con el corazón apretado y a la primera disculpa, se me llenan los ojos de lágrimas”. Este hombre no era capaz de interpretar la lástima que sentía por estos ancianos, hasta que su hermano le recordó que la abuela común padeció de demencia, siendo ellos pequeños, y sus padres le enseñaron a ayudarla, comprenderla y ser tolerantes. Claramente, con el paso de los años, este recuerdo estaba en un lugar “debajo de la piel” o en el “baúl de los recuerdos”, tapado por la vida adulta. Sin embargo, y he aquí lo más importante de la historia, lo que se aprende de pequeño en situaciones vitales y que responde a modelos que nos dan nuestros padres no se olvida, sino que impulsa nuestra conducta en la adultez.
Por eso no me canso de repetir que no se puede echar en saco roto la importancia de cada paso de la educación emocional infantil, porque como se ve en este caso es falso que educar la emociones nos hace débiles e incapaces de pensar, de razonar con efectividad, sino que nos hace sensibles y por lo tanto, muy humanos, y el hecho de ser competente emocionalmente nos hace más competentes en el ámbito racional. El problema consiste en conocernos bien, no subestimar la importancia de las emociones, buscar dentro de cada uno de nosotros si esa emoción que nos hace actuar de una forma u otra es buena para nosotros, para los demás, o sea, si es productiva o destructiva.
Creo que lamentablemente tenemos aún mucho terreno que recorrer para darle el lugar que le corresponde a la vida emocional de manera desprejuiciada, sin temores.

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