El virus Hemingway
29 de abril de 2021
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Diría Senel Paz: Para los lectores cubanos —y sobre todo para los escritores— Hemingway es como un sarampión, algo por lo que tienes que pasar en algún momento de tu vida. Y como admite el acreditado guionista de la película Fresa y chocolate que llevó el cine cubano más allá de las fronteras isleñas…, finalmente, como tenía que ocurrir viviendo en esta Isla, me contaminé con el virus.
Es conocido que Ernest Hemingway fue uno de los escritores norteamericanos más sobresalientes del siglo XX. Su talento es reconocido dentro y fuera de su natal lengua inglesa con la cual escribió su vasta obra que le valió innumerables reconocimientos incluido el Nobel de literatura en 1954. Para Cuba en general y para la Habana en particular, esta figura se ha convertido en un mito muy querido.
Antes de establecerse en Cuba para vivir una parte importante de su vida, había pasado infinitas experiencias emocionantes o dramáticas. En su adolescencia practicó deportes rudos como boxeo o rugby, su interés por participar en la Primera Guerra Mundial lo llevó a Europa como conductor voluntario de ambulancias, donde fue herido gravemente y condecorado. Después de la conflagración se instaló en Paris con su primera esposa para vivir, durante algunos años de la década de los años veinte, una vida agitada y bohemia. Se apasiona por las corridas de toros, los safaris africanos y la lucha de los republicanos españoles. Fue corresponsal de guerra en España y en la II Guerra Mundial y en más de una ocasión estuvo relacionado con peligrosos incidentes de los cuales salió bien parado. Viviendo ya en Cuba, surcaba los mares de la isla en su yate, buscando submarinos alemanes que alarmaban a las unidades navales civiles.
Cojímar, poblado costero al este y muy cerca de La Habana tiene fama de ser un pueblo agradable y tranquilo. Uno de sus pobladores, Gregorio Fuentes, fue patrón del yate Pilar, propiedad de Hemingway y que fondeaba en este mismo lugar. El escritor lo distinguió con una perdurable amistad e hizo de ese escenario, uno de sus sitios preferidos, al extremo de calificarlo en cierta ocasión, como “mi patria chica”. La obra donde inmortalizó su pequeño terruño, fue El viejo y el mar, novela que le valió premios extraordinarios y en la cual relata una sorprendente aventura de un solitario anciano pescador cojimareño, en su lucha por llevar a tierra una enorme presa y es acosado todo el tiempo por los tiburones.
Indudablemente el lugar marcado definitivamente por el escritor y a la vez, en correspondencia, el que lo marcó, fue el bar restaurante Floridita. Esta fue la más larga e importante página de su estancia habanera. Aún hoy, su presencia es inevitable. El solía sentarse en la primera butaca de la izquierda del bar y allí, donde se enseñoreaba, permanece su butaca y el busto situado en vida de él mismo, flanqueado por una estatua de su persona a escala real, erguido, con las manos en la cintura y próximo a discursar con el amigo íntimo.
El mago de la coctelería cubana, Constante Ribalaigua, estaba en deuda permanente con el afamado amigo, y allí mismo –en el Floridita– se le ocurrió inventar, elaborar, crear, una variante del Daiquiri –licencia del autor– que lo agasajara. Le llamó o le llamaron indistintamente: Hemingway Special, Papa’s Daiquiri, o simplemente, Daiquiri especial. Esta variante difiere del Daiquiri original en que no lleva azúcar, se le agrega jugo de toronja y se hace en una cantidad que duplica el primigenio.
Varios son los escenarios de la geografía habanera que también se identifican con este peculiar personaje. Entre ellos estaría su primera morada, el hotel Ambos Mundos, su casa, finca La Vigía, en el poblado de San Francisco de Paula -hoy transformado en museo-, o la pesca de la aguja donde quedó fijada su presencia. Era tal el empeño que ponía en estas faenas, que desde 1954, anualmente y por su inspiración, se celebra una sonada competencia de la pesca de la aguja en aguas cercanas al litoral habanero, evento internacional por excelencia para los pescadores amantes de esta modalidad que lleva su nombre desde hace mas de 65 años y aún se sigue efectuando.
Sumaba la amistad de muchos cubanos, no pocos de ellos gente humilde que lo veneraban, porque era un hombre que podía ser complicado y duro, pero que ciertamente los honraba y distinguía. Leopoldina, su habanera amante, mulata elegante y bien educada según los que la conocieron, fallecida prematuramente, contó en su funeral con la presencia solitaria de un doliente alto, corpulento, de aspecto extranjero. En la novela Islas en el golfo, la recuerda en su personaje principal como Liliana la Honesta. “Tenía una hermosa sonrisa, unos ojos oscuros maravillosos y espléndido pelo negro… Tenía un cutis terso, como un marfil color olivo, si tal marfil existiera, con un ligero matiz rosado». Para muchos, esa novela fue una despedida cubana de Hemingway. Son muchas en ellas las antológicas referencias llenas de aprecio sobre nuestro país. Sobre Cuba dijo alguna vez: «Amo este país y me siento como en casa; y allí donde un hombre se siente como en casa, aparte del lugar donde nació, ese es el sitio al que estaba destinado».
El efecto Hemingway, tan presente y latente en las calles de la vieja Habana, se desplegó de tal manera, que personas de lugares lejanos le conceden a esta relación hombre-ciudad una mirada curiosa y en ocasiones emocionantes, como lo expresara el periodista boliviano Darwin Pinto: “Los hombres que más lo quisieron nunca lo leyeron. Jamás se enteraron de que él era un escritor famoso, un Nóbel, un Pulitzer de literatura, un sobreviviente de dos guerras mundiales y la contienda civil de España, un escapista de toreos contra minotauros asesinos y boxeadores de piedra que querían partirle la cara… la onda expansiva de los proyectiles penetrando sus huesos, su cerebro, su dolor, no lo alcanzaron en su entrañable Cuba, no le tocaron un pelo en la memoria de sus hermanos pescadores, en su casa de finca Vigía, ni en su habitación 511 del hotel Ambos Mundos; ni lo movieron un ápice sentado con su mojito cubano de la Bodeguita del Medio, ni lo importunaron mientras seguía bebiendo su daiquirí en el Floridita, en el ámbito alucinante de La Habana Vieja, donde envejecieron juntos su viejo y su mar, y donde el eco de esas balas en Estados Unidos se esfumaron bajo el influjo hechicero de las maracas, los timbales y las caderas de mujeres…”.
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