El valor de las pequeñas cosas
28 de noviembre de 2015
|Regresó de la misa. Además del encuentro con Dios, un encuentro con las viejas amigas. El nieto de la mayor las recogía en su auto y después, decía él con chanza, las devolvía puras y vírgenes a las casas. En la cocina, la hija terminaba el almuerzo. El domingo, el único día en que escapaba de esa obligación. Ya en el dormitorio, abrió la gaveta para guardar el misal y el rosario. Todas reverenciaban las antiguas costumbres y hasta extrañaban las palabras en latín.
Criada bajo la femenina premisa de “cada cosa en su lugar”, enseguida lo notó. Alguien anduvo en su gaveta. Aquella lata que en el siglo anterior contuvo chocolates suizos, estaba mal cerrada. Y faltaba una pulsera de fantasía que solo poseía el valor de los recuerdos.
Se sentó en la cama. Como la paz repartida en la iglesia todavía la acompañaba, lo tomó con calma. No pudo evadir juzgar lo ocurrido. Las amigas también acumulaban estas tristes experiencias.
Hay descendientes capaces de pedir abiertamente un regalo, alegando con descaro un “a ti ya no te hace falta”. Si el adulto mayor interpelado goza de salud, aunque su corazón, sus pulmones y sus riñones funcionen bien, un sudor frío los recorrerá antes este aviso del fin, proclamado por un familiar querido. Si el anciano recibe esos ojos calculadores y esa voz pedigüeña en su lecho de enfermo, pensará que está en las últimas, pues comenzó la distribución de las pertenencias. Estos parlanchines indiscretos oscilan entre quienes ejecutan sin maldad profesa estas inconveniencias y los otros, los más peligrosos, las verdaderas aves depredadoras que dan vueltas y vueltas alrededor con la idea fija de satisfacer sus antojos.
Porque hay nietas y nietos caprichosos, consentidos que arrebatan con cariño un pulso guardado con afán y precisado para ostentar un día cualquiera sin detenerse a pensar en la posible pérdida en un baile, en una piscina y en las lágrimas causantes por la desaparición de ese valor sentimental.
También hay madres que permiten a sus hijos el destrozo sin conmiseración de objetos coleccionados por los abuelos y hasta alzan la voz molestos y tildan de egoístas a los ancianos si no consienten en el despojo.
Ser despojado por las buenas o por las malas es una ofensa al valor del respeto. En la familia, es una de las peores ofensas, cuyo significado escapa a la mente del ejecutor, casi siempre un joven, un adolescente o un niño, incapacitado todavía para percibir que aparte de las fotos tomadas en el celular, pueden existir imágenes incrustadas en las cosas escondidas en las gavetas y los altos escaparates de los abuelos. Solo en carne propia se pesa el dolor de ser agraviado y ofendido por quienes queremos. La autoestima baja a los pies cuando después de una salida del hogar, al registrar una gaveta se advierte la falta de una evocación plasmada en el molde físico de una pulsera de fantasía.
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