El tejido humano
9 de agosto de 2014
|El timbre los tomó en el patio, debajo del cobertizo. El rostro de ella abandonó el aburrimiento, junto al tejido dejado en la mesa. La sonrisa marcó las arrugas de la comisura de sus labios. Quizás, pensó él, esa expresividad fue causante de ese rostro rayado por los años. Él la prefería así, libro abierto a los sentimientos. No le dio tiempo. Al ritmo de las piernas hinchadas, la anciana llegó a la sala. La voz no llegaba al patio. Él adivinó la conversación. En la frente arrugada y contraída, traía la respuesta. Tampoco esta semana, vendrían los hijos, los nietos. La casa céntrica de la ciudad la vendieron para favorecer la independencia de los hijos. Ellos compraron esta, en las afueras y pequeña. No añoraban el patio central aireante de las habitaciones, los jardines, los árboles. Extrañaban las risas de los nietos, verlos crecer día a día, las conversaciones con los hijos. Poco a poco se alejaron culpando a las dificultades del transporte, el precio de la gasolina, los nuevos intereses de los muchachos.
Él era dado a las amistades. Al correr de unos meses, consolidó compañeros de discusiones de béisbol. Ella, más cerrada, mujer de su casa por propia vocación y ajena a los cuchicheos de comadres aburridas. Ni la TV ni sus derivados la atraían y encontraba cierto consuelo en los bordados y tejidos terminados en sorpresas para las nietas.
El anciano la adivinaba. Por un largo rato, quedaría encerrada en los pensamientos y las manos todavía ágiles, desbordarían atención en las agujas. El hombre se retiró a la sala y buscó algún deporte en la pantalla.
En un clan de mujeres hacendosas, ella vivió. Le combinaron la cartilla de las letras, con las agujas, los hilos, las tijeras. Le impregnaron que era parte de ese cuerpo diferenciado a los de los primos y que solo descubriría la noche de la boda. Así creció y el mundo desbordante lo visitó a medias por propio parecer.
Detuvo el aleteo de las agujas. Se sentía observada. Era un barrio de gente pobre, para su gusto demasiado bullanguero, pero respetuoso de lo ajeno. Vio las caras adolescentes que la miraban desde el muro trasero. “Tía, queremos ver eso que hace”. Le disgustó lo de “tía”, pero pensó que si se negaba a recibirlas por las buenas, posiblemente en otra oportunidad, saltarían el muro por las malas. Las invitó a la entrada por la puerta de la casa, entrada para las personas decentes.
El marido, asombrado, la vio atender a esas muchachas de ropas ajadas y ojos de conejo asustado. Al otro día, reaparecieron a la misma hora. Él lo sabía. La anciana le había pedido que las llevara al patio. Ella en la mañana buscó en sus tesoros, más agujas e hilos.
Con el paso de los días, el anciano asistía tranquilo a la imagen del video. Ya las muchachas no hablaban alto y en lugar de llamarla tía, le decían abuela y ella no se disgustaba.
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