El paso del tiempo
27 de noviembre de 2019
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Más que las arrugas, las canas, o la cierta tendencia a la obesidad, hay un signo distintivo en el ser humano que permite medir el paso del tiempo. Me refiero a la presbicia, conocida comúnmente como “vista cansada”, y consecuencia natural del proceso de envejecimiento.
Cuando arribamos a esa edad algo temida por los más presumidos –¡40 años!–, se da inicio a un proceso inalterable. Quizás comienza cuando culpamos al tamaño de las letras por la dificultad de precisarlas, y en un vano intento buscamos el auxilio de mayor luz ambiente, hasta que llega un momento en que aceptamos que ya no vemos bien.
A ese trastorno inevitable pueden unirse factores que lo acentúen como padecer hipermetropía y no haberla tratado, algunas enfermedades como diabetes o anemia, ingestión de ciertos medicamentos o el desarrollo de alguna profesión que implique el uso constante y prolongado de la vista corta.
El proceso angustia sobre todo a quienes nunca han necesitado espejuelos. Pero, ese cambio es normal y de nada vale que evitemos visitar al oftalmólogo. La limitación persiste, incluso, de no recurrir a cristales correctivos puede empeorarse.
Entre los cambios producidos por la edad se reduce la visión cercana de forma irreversible a partir de los 40 años de edad, este proceso degenerativo natural con síntomas inequívocos: los objetos cercanos parecen desenfocados, lo que obliga a separarlos para verlos mejor.
Hay dos soluciones: espejuelos o cirugía. Entre los primeros están los anteojos monofocales, bifocales, multifocales y lentes de contacto.
Los métodos quirúrgicos pueden ser intraoculares o extraoculares.
En los primeros se coloca un lente dentro del ojo. La decisión no depende solamente del paciente sino de su edad, defecto en sí, y del estado del cristalino.
El desarrollo de esta cirugía con láser, y anestesia local indolora permite un restablecimiento rápido y total.
Cuando hay dificultad para ver de cerca, involuntariamente hacemos una contracción músculo-facial, que va arrugando la frente, el ceño, las sienes, las mejillas y hasta las comisuras de los labios, porque estos se entreabren en el esfuerzo por mirar. Van marcándose profundas arrugas gestuales, que seguro, son mucho peor que el efecto de unas lindas armaduras con cristales apropiados
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