El imprudente y la avergonzada
26 de abril de 2014
|Aunque digan lo contrario, un cambio de costumbres nace a cualquier edad. El de ella, lo justificaba la impaciencia por las cartas, las cartas esperadas de sus antiguas compañeras de escuela y lo agravaba más, ese cartero, no se acostumbraba a llamarlo mensajero, no tenía horario fijo para pasar. Estar atisbando la vida ajena desde la ventana, estaba fuera de sus horarios de vida. En verdad, nunca le alcanzó el tiempo para esos menesteres chismosos y cuando le sobraba, lo empleaba en distracciones sanas y cultas.
Hombres y mujeres desfilaban ante sus ojos. Algunos conocidos la saludaban e inclusive, los más allegados a la familia que conocían sus costumbres, le preguntaban si algo le sucedía pues sus ojos y las manos inquietas aferradas a la reja, anunciaban la ansiedad. La anciana desviaba la curiosidad con una semi sonrisa pues sabía ocultar los faltantes de la boca. Hay personas perseverantes en sus propósitos como ella y otros lindantes con la terquedad. Así le ocurrió aquel día y los siguientes con aquel vecino de los años. Tendría su misma edad, viudo también, pero de educación diferente, si interpretamos por educación los modos de comportamiento social, de entender el significado del vocablo urbanidad.
Los monosílabos de la anciana en respuesta a su desbordante palabrería, le escurrían por los lóbulos de las orejas. Aquel televisor en blanco y negro olvidado en el cuarto de desahogo lo había comprado ella para que, en la temporada del béisbol, el marido y los hijos lo disfrutaran a todo color, mientras ella en su habitación, apreciaba una buena telenovela brasileña o leía un libro; y hoy se veía sometida a escuchar la narración jugada por jugada, incluyendo las discusiones con los árbitros en nombre de la hermandad entre los conciudadanos.
Una esperanza la sostenía. Terminada la temporada de béisbol y agotada la cuerda porque solo en ese tema el anciano era especialista, pensó que su presencia se esfumaría en los próximos días de la ventana. Poco le duró la esperanza. Allí estaba, adosado a la reja. Y desplegó otra especialidad inimaginada. La vida y milagros de la vecindad a un kilómetro en derredor fluyó de sus labios. Este divertimento, prohibido para ella, no lo resistiría ni permitiría. Endulzó la voz y le explicó que su presencia cada día, haría que las multitudes recordaran los grabados del siglo XIX en que los enamorados pretendían a su dama así y los comentarios la perjudicarían, se verían envueltos en chismes. Además de malediciente, el hombre resultó engreído. Y le contestó que en todo caso, los vecinos recordarían el cuento de la cucarachita Martina en busca de marido en la puerta de la casa y que no se preocupara, que él no era el ratoncito Pérez y no caería en la olla por la golosina de la cebolla.
Por la mente de la anciana pasó un “váyase al c…”, pero sus modales no se lo permitían y se conformó, enfurecida, en cerrarle la ventana en las narices.
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