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El fervor y misteriosa lealtad de lo clásico

13 de abril de 2015

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arte-clasico-en-roma-Borges -Jorge Luis Borges, ¿es que acaso hay otro?- es sujeto de pasiones. Convoca los extremos, traspasa límites. Con el tiempo, cada vez más adquiere cualidades y calidades que le acercan al ojo de la mosca. El poeta amaba las bibliotecas, caracolas de silencio y contemplación, con la misma intensidad con la que degustaba paisajes y conversaciones. Para los paseantes, que reconocía sin verlos, creó mapas, cartografías que hay que descubrir al rasgar y paladear. Él, anticipándose a su misterio, definió lo que sería: un clásico. Leído con “previo fervor y con una misteriosa lealtad”, nos coloca frente a su cara de ciego que no ve pero mira.
Los cuenteros, y Borges en mucho lo fue, presuponen el fervor y la lealtad de la oreja, tanto como la de la lengua. De lo contrario prefieren callar. No ser. No existir. Ellos descubren esas desproporciones de lo clásico, más no las enuncian ni descubren. Aceitan sus rumoreos y desamparan a los públicos. Ellos quedan en una orfandad tan pétrea que no les queda otra alternativa que trepar murallas y descubrir, en lo alto de las torres, la tramposa vacuidad de las gasas y los tules, la dentellada de dragón, la pereza del aprendiz de hechicero, un caldero de maravillas o el cántaro roto del que escapan la fortuna y las furias. Resueltos los enigmas y cumplidas las tareas, el que escucha, termina por descubrir que solo existe un triángulo de fuego, que mira a lo alto, en el que arden tres llamitas moribundas, pero persistentes: en la base, por ambas esquinas, descansan él mismo y su doble disfrazado de palabras -el narrador oral-, y en lo alto, empinado, pero austero, está el relato, que muestra su pobreza y su nada al reconocerse invención que dura lo que el viento.
No se trata de descartar la hidalguía de lo escrito poniendo sobre su cabeza el cetro de lo oral. No se trata de elogiar la “clasicidad”, si es que eso existe, como cualidad aérea o como posibilidad en lo telúrico de la oreja. De lo que se trata es de verificar, en lo posible, que son “clásicos” tanto el rasguño en la piedra como la hendidura en el aire.
Estarían bien los alfabetismos si estos fueran acompañados por la lealtad y el fervor que, desde ya, despiertan los cuerpos atravesados de sentido, así como los sentidos que se hacen corpóreos y nos penetran. Clásico es pues algo que escapa a las vasijas o a la vasija que se aquieta y abaja tanto como para dejarse poseer por un sentido, es decir, por un relato, un grito o un susurro, capaz de atravesar las esferas y crear música, tan suya, que solo puede ser percibida – no importa si por el ojo, la oreja o los dos órganos y todos- en el espacio que se revela finito e infinito, habitado y deshabitado, completo e incompleto, preñado y baldío, a un mismo tiempo.
Tanto merodear para cumplir desde la lápida. Clásico es el fervor y la lealtad. Lo otro, los otros, son accidentes de lo clásico.

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