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El emprendedor y el anciano

24 de noviembre de 2014

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frutero-emprendedor1Por la ventana, lo vio. El viejo estaba allí. En la voz y en la sonrisa incompleta la pregunta. “Qué más puedo hacer hoy”. La madre se lo aconsejó. “Dale trabajo, es honrado y así ayudas a un buen vecino”. Él dudó. Estaba gastado y lo de honrado tenía un doble filo. En la calle, la viveza ganaba terreno y los extra honrados suponen que los otros son honrados y los envuelven. De la cocina, el ruido de los preparativos para la apertura. La madre y la mujer se multiplicaban. Más tarde llegaría el único empleado porque el viejo no estaba registrado.
Abrió el portón y entró el viejo. “Buenos días” y la sonrisa con huecos en saludo. Revisaba el piso, el mostrador, todo limpio. El empleado baldeaba en la noche, pero el buscaba aunque fuera la envoltura de un caramelo en el suelo para demostrar su utilidad. La madre lo sintió. Le traía un jarrito con café. El joven le dio el saco y las órdenes del día. Primero el pan y detalló la calidad y tipo que le interesaba. Después, a buscar las viandas, las frutas. Y señaló un “las piñas de ayer, chiquitas y ácidas, y los plátanos caros, muy caros”. Al viejo le cayeron esas palabras como la soga en un cadalso. Bajó la cabeza, era un niño cogido en falta. Se despidió y salió. El joven emprendedor no le dio tiempo a la madre para el regaño. Con un “esto es un negocio”, la amordazó.
Esperó el turno en la cola del pan, resistiendo los comentarios acusadores de que se llevaría, seguro, todo el de molde. Acompañó a la vendedora en la cuenta de las unidades y presto, separó algunos panes quemados que entre sonrisas, ella trató de enviar al saco. Más tranquilo, regresó a la cafetería. Ya había llegado el empleado y atendían a la numerosa clientela del desayuno. El emprendedor le arrebató el saco y juntos fueron a la cocina. El joven temía que presa de ingenuidad tardía, el viejo hablara del pan y los clientes advirtieran que el tostado acompañante del café con leche, pertenecía al día anterior.
Ni un comentario recibió la compra. El joven le entregó dinero y le recordó lo que necesitaba con el agregado sinuoso de exigir más calidad y menos precio.
La toma del ómnibus le resultó fácil. Difícil sería el regreso, cargado con los sacos. Lo peor era que comprendía el disgusto de los pasajeros y resistía las palabrotas y los empujones. Revisó una por una las piñas bajadas del camión y tomó el mejor racimo de plátanos. Aquí no valía el regateo pues el vocablo regatear al parecer, había sido excluido de esta nueva edición del diccionario español anunciado en la radio.
Agitado, sudoroso, arrastrando los sacos, lo expulsó el transporte. Descansó unos minutos. Ante el joven no podía exhibir su cansancio de viejo extenuado.
Entre los muchachos salidos de la secundaria que gritaban por un pan con algo, las mujeres con todo tipo de envases para llenarlo con el potaje del día y los apurados hambrientos que esperaban las cajitas con uno de los tres menús ofertados, el emprendedor no tenía tiempo para revisar la mercancía.
Al anciano, la madre le servía un desbordado plato y le entregaba los pesos designados por el joven. Recordaba las veces que lo había encontrado en el camino cuando llevaba el hijo a la escuela. Él la saludaba y le hacía alguna broma al chiquillo. “Estudia, estudia”, le dijo muchas veces.
Al salir, por poco tropieza el viejo con el rápido emprendedor. “Oye, llévale estos dulces a tus nietos”. Él también recordaba aquella sonrisa completa de esta boca con huecos.

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