El emboque de Luz I
22 de octubre de 2013
|Al terminarse la muralla de mar hacia 1740 y quedar limitada la relación entre La Habana y el mar, parecía que la ciudad sufriría de un aislamiento, sobre todo, porque en su banda oriental realizaba tradicionalmente sus actividades portuarias. Para la continuación de las mismas se abrieron tres puertas: la de Carpineti, la de la Machina, y la de La Luz. Esta última al igual que su muelle tomó el nombre de la calle a la que hacían frente. La apariencia de la puerta de La Luz era la de un castillejo sin almenas, garitones, ni troneras, tenía azotea, y una escalera exterior de piedra. Abajo, contaba con dos ventanas interiores, que daban luz a otros cuartos que servían a la habitación del guarda y a la del sargento con los soldados, quienes realizaban la guardia diariamente en ella. El destino de la puerta de La Luz era “dar entrada a los pasajeros y frutos de la banda opuesta de la bahía”. Así la describía Cirilo Villaverde en su artículo “La puerta de La Luz”, en el Paseo Pintoresco por la Isla de Cuba, en 1841.
La importancia del muelle de Luz por ejemplo, hizo que, en 1802, el asentista del tráfico de la bahía, Julián Guerrero, pidiera prórroga para continuar con esta función. Manifestó al Ayuntamiento la necesidad indispensable de alargar el muelle de Luz 15 o 20 varas y lo propio el de Regla, uno y otro de horcones gruesos y tablones “porque bajando la marea levantan los botes”. Según consta en el Archivo Nacional de Cuba, en el Fondo Gobierno General, el contratista Don José González, fue el mejor postor en el remate de las obras de los muelles de Luz y Regla, quien declaró concluidos los trabajos para octubre de ese año, los cuales fueron reconocidos por el maestro Don Juan Villarín.
Como bien afirma Villaverde en su artículo, desde que las localidades de Regla y Guanabacoa empezaron a cobrar importancia, la puerta de La Luz se hizo “la más concurrida y transitada de la ciudad”. A ello contribuyó la celebridad del Santuario de Regla, así como sus antiguas y famosas ferias, por lo que a cualquier hora, con el fin de visitar esta población, se veía la bahía cubierta de botes repletos de pasajeros que se embocaban en el muelle de Luz, “el más cercano y el único entonces, para semejante uso”.
No obstante, el insigne escritor describió cómo hacia mediados del siglo XIX el tropel de boteros y pasajeros por esta puerta decayó con la introducción de los botes impulsados por vapor. Para ese fin nuevos muelles fueron edificados “al fondo del Convento de San Francisco, rompiendo las murallas de La Habana, el tráfico y la animación de la puerta de La Luz”.
El muelle de Luz formaba parte de los construidos al sur de la bahía para su tráfico interior, adonde arribaban pequeñas embarcaciones de remo y vela transportando pasajeros y productos de la otra ribera. En el extremo norte se habían ubicado los muelles de travesía destinados a la navegación ultramarina. Todo este borde costero, -al decir del historiador Carlos Venegas en su ensayo La Habana, Puerto Colonial. Reflexiones sobre su historia urbana-. “había atraído a sus proximidades a lo largo del tiempo las mejores casas, templos, comercios y plazas principales y conservaría su protagonismo entre otros espacios urbanos en el siglo siguiente”. Con todo ello, esta zona conquistaba una posición jerárquica dentro del conjunto edilicio, ya no sólo por sus valores de uso, de carácter estrictamente económico, si no también, por su importancia arquitectónica y urbanística. Apuntemos solamente, que al sur de la ciudad fueron construidas, las dos edificaciones más importantes del período colonial después de las fortificaciones: el Real Arsenal y la Real Factoría de Tabacos.
Cerca de 2 000 embarcaciones anuales surcaban el puerto habanero, según referencia de mediados del siglo XIX de Don Jacobo de la Pezuela, en su Diccionario geográfico, histórico y estadístico de la Isla de Cuba. Por ello, desde 1802, por iniciativa privada se abrieron unos 7 careneros entre los embarcaderos de Regla y Casablanca para la reparación de las naves. La navegación a vapor, inaugurada en 1819, había ampliado las posibilidades de recepción y el ferrocarril, en 1837, completó con altas expectativas el trasiego comercial entre los pueblos de la capital y luego en toda la Isla. Cirilo Villaverde, en el artículo antes citado, asevera que en 1850 este sistema contaba con 350 buques de vela y 15 vapores matriculados en la bahía y un muelle con espigones especiales para el atraque de vapores que sustituía el viejo muro del muelle de Luz.
El paisaje de la bahía había sido incorporado a la ciudad como paseo público desde que, en 1772, el Marqués de La Torre, promovió el plan de obras públicas, abriendo los primeros paseos o alamedas de intra y extramuros contiguos a las murallas, incluso, -comenta Venegas en el estudio mencionado- encima del baluarte de Paula se construyó un café de madera que imitaba una casa de campo norteamericana que, con el nombre de “Las Delicias”, alcanzó gran popularidad. La propia Alameda de Paula fue rodeada por los muelles para el cabotaje hacia 1856, y el sitio del Teatro Principal lo ocupó un hotel para pasajeros, el San Carlos.
Durante el siglo XIX la renovación de la arquitectura habanera estuvo relacionada muy estrechamente con el uso del hierro y del vidrio, tal como sucedía internacionalmente, y a su vez, estos nuevos materiales estuvieron condicionados por la infraestructura portuaria. Los Almacenes de Santa Catalina, diseñados y fundidos en la fábrica de New York, por James Bogardus, pionero de las construcciones prefabricadas de hierro en el mundo, fueron tal vez la expresión máxima de ello, y luego los de San José. Ambos siguieron el modelo de los docks ingleses (reuniendo muelles y almacenes, se ahorraba tiempo y mano de obra en el transporte) que en La Habana recibieron la denominación de almacenes de depósito. Por tanto, el apogeo del neoclasicismo en el siglo XIX vino a ser, junto con las estructuras metálicas, una de las tendencias que dejaron una impronta determinante en la modernización del puerto habanero.
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