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El Brigada 113: un joven sin odio

16 de julio de 2021

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Estatua de José Martí, joven y prisionero. El nombre de la escultura es “Preso 113” (Foto: Marcia Ríos)

Estatua de José Martí, joven y prisionero. El nombre de la escultura es “Preso 113” (Foto: Marcia Ríos)

 

El 4 de abril de 1870 el joven José Martí, de 17 años de edad, fue trasladado al Presidio Departamental de La Habana para cumplir la pena de de seis años de prisión impuesta un mes antes por el Consejo de Guerra por el delito de infidencia. El día siguiente le cortaron el cabello, lo vistieron con la ropa de presidiario y, le fijaron un grillete en el tobillo derecho unido a una cadena que le rodeaba la cintura. El 5 de abril partió en la larga fila de presos que desde las cuatro y treinta de la mañana a las seis de la tarde hacía el recorrido de más de una legua de ida y vuelta hacia las canteras de San Lázaro.
Comenzó así el infierno terrenal del jovencito José Martí, de “color bueno” según la hoja de ingreso al penal. Cinco meses después fue indultado, con un deplorable estado de salud: los ojos enfermos por la cal, la espalda marcada por los latigazos, la pierna afectada por el grillete y un tumor en la ingle. Todas estas muestras en su cuerpo por los maltratos sufridos le acompañaron hasta el último día de su vida
En fecha indeterminada entre julio y agosto de 1871, el joven estudiante de Derecho deportado en Madrid, publicó en esa capital un libro de pequeño formato y treinta páginas titulado “El presidio político en Cuba”. Para los estudiosos de su labor literaria esta fue la inauguración de Martí como narrador. Seis de sus doce capítulos nos cuentan los horrores de aquellos trabajos forzados por doce horas diarias a través de la presentación de casos concretos, con nombres y apellidos, de los aterradores sufrimientos a que eran sometidos los presos. Es imposible no conmoverse y espantarse ante esas personas sometidas al enorme esfuerzo físico y a los ilimitados castigos corporales constantes.
Los otros seis capítulos son reflexiones y sentimientos que buscan combinar el estremecimiento provocado por aquellos relatos con el toque directo a la conciencia de sus lectores españoles, al pueblo que el joven cubano estaba conociendo directamente en su propia tierra y no imaginaba semejantes bestialidades en la colonia antillana, y a sus políticos, responsables de esas atrocidades por inercia, dejadez o por aprobarlas.
Desde el primer capítulo Martí señala su postura crítica y dolorida desde sus primeras palabras: “Dolor infinito debía ser el único nombre de estas páginas.” Y continúa: “Dolor infinito, porque el dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los dolores, el que mata la inteligencia, y seca el alma, deja en ella huellas que no se borrarán jamás.
Luego, apelando al catolicismos imperante entre sus posibles lectores españoles, dice que “si existiera el Dios providente” ante aquellos crímenes “con la una mano se habría cubierto el rostro, y con la otra habría hecho rodar al abismo aquella negación de Dios.” Mas el joven Martí ya tenía entonces su propia idea de Dios como algo que existe “en la idea del bien” y que, por tanto, no es un ente sobrenatural, sino que radica en nuestros propios principios, en nuestra ética.
Y cierra ese capítulo del modo siguiente:
“Dios existe, y yo vengo en su nombre a romper en las almas españolas el vaso frío que encierra en ella la lágrima. Dios existe, y si me hacéis alejar de aquí sin arrancar de vosotros la cobarde, la malaventurada indiferencia, dejadme que os desprecie, ya que no puedo odiar a nadie, dejadme que os compadezca en nombre de mi Dios.
Ni os odiaré, ni os maldeciré.
Si yo odiara a alguien, me odiaría por ello a mí mismo.
Si mi Dios maldijera, yo negaría por ello a mi Dios.”
¡Qué grandeza moral ya la del joven José Martí!

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