El arquitecto renegado
24 de septiembre de 2016
|“Tú te harás arquitecto y tus hermanas serán maestras”.
Él calló aquel día y todos los días. La palabra replicar no existía en el vocabulario de aquellos niños. Y supo que las canciones de María Teresa tarareadas a dúo con la madre y las escapadas a la casa del trovador aquel, las cubriría el polvo de las construcciones a que acompañaba al padre. Ya sabía el peso y las medidas de un ladrillo. Y cuando un inspector preguntaba qué hacía él, paleando arena y el albañil contestaba que era el hijo del maestro de obras, el hombre lo aprobaba porque así aprendería el oficio y a controlar a los demás. Y seguía embarrado de arena, echando piedras en la carretilla y saboreando el orgullo de que ser el hijo del maestro de obras le prestaba a él cierta diferencia, no tanta como si hubiera sido el hijo del arquitecto que también su padre traía a veces, no tantas como el suyo, y que lo dedicaba a sacar cuentas y mirar los planos.
Y en verdad se hizo arquitecto y las hermanas, maestras. Y fundaron una línea heredada de profesiones. Porque el hijo y dos nietos salieron buenos arquitectos porque el tercero… Y la tonga de sobrinas, esas si todas maestras. Claro, en condiciones más cómodas porque los tiempos cambiaron. No supieron del trabajo junto al padre para después, con la mano temblona por un martillazo, realizar las maquetas.
Aquel inspector tenía razón. Ningún albañil, ni plomero ni siquiera un ingeniero, podía hacerle un cuento. “Esta columna resistirá porque…” y soltaba en números y experiencias el porqué de la afirmación. También sabía detectar en algunos ojos curiosos, la pinta de la creatividad cuando recibía a los bisoños. Les abría las puertas a todos, a los de los ojos despiertos hasta el último escondite de la experiencia. Con el diploma y el aplauso el día de la graduación saldrían todos, pero con el primer pie en la escalera de la brillantez, unos pocos. Y llegarían, si un envidioso por puro placer o un velador de un puesto en el escalafón no le colocaba una piedra en un escalón. En la construcción de las pirámides, la Iglesia del Niño Jesús de Praga, el puente de San Francisco, el acueducto de Albear, el FOCSA, las escuelas de Arte y en el hotel Hilton de Budapest los habría, siempre los hay porque al constructor primero, el del universo, o le fallaron los cálculos al hacer al hombre o lo hizo a propósito para que en el próximo universo, él no juega a los dados, le saliera un poco mejor porque a la perfección nunca llegaría por puro gusto. Lo confesó desde el principio, el único perfecto era él.
Sentado en el portal, él espera al imperfecto nieto, al arquitecto graduado renegado de la profesión. El que trajo el título y se lo regaló al padre para su tranquilidad espiritual. Y se largó a profundizar en la música, estudiada a escondidas de los otros, no de él que un cierto día de encontronazo con ese padre avergonzado, le descubrió que en los tiempos en que las frituras de carita valían un “quilo prieto” y el guarapo rellenador, dos; él calló ante otro padre y pisoteó su vocación.
Y lo espera orgulloso. Le traerá el certificado del premio extranjero en un Festival de Jazz. Y alguna revista de Arquitectura solicitada y quizás, algunos pesos fuertes que siempre vienen bien aunque uno tenga 80 años.
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