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El 25 de marzo de 1895: un atareado día de José Martí

26 de marzo de 2021

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Ilustración tomada de Cubaperiodista

Ilustración tomada de Cubaperiodistas

 

Es difícil encontrar un día tranquilo en la vida del Maestro. Su personalidad hiperkinética seguramente necesitaba enfrascarse en diversas tareas al mismo tiempo, y las responsabilidades que solía asumir desde joven es probable que lo acostumbraran a desplegar múltiples iniciativas, incluidas, sobre todo, las de escribir de todo de manera paralela: textos para publicar, cartas, poemas, discursos, notas, apuntes. El escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada lo calificó de grafómano. Mas también, como buen conversador, hallaba Martí tiempo para tratar con amigos, lo mismo a solas que en grupos y ante los más variados auditorios.

Me atrevo a pensar, sin embargo, que el 25 de marzo de 1895, cuando se hallaba en la ciudad dominicana de Montecristi, la escritura debe haberle ocupado desde antes del amanecer hasta bien entrada la noche. La estancia en tierra dominicana desde el 7 de febrero fue de intenso ajetreo, aumentado al conocer, junto Máximo Gómez, del alzamiento de los patriotas cubanos el 24 de ese mes, y, particularmente cuando logró convencer al general de que era imprescindible que él fuera a su lado hacia la Isla. Por eso desde los días previos ambos realizaban gestiones para conseguir una embarcación que los llevase hacia la tierra libertadora.

Aquel 25 de marzo parecía acercarse la travesía, y la pluma martiana se vuelca en las despedidas lógicas de quien se encamina a una guerra, con la muerte siempre al lado. A la madre, cuyos amorosos reproches por no centrar su existencia a la familia, acalla diciéndole: “El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre.” A María y Carmen Mantilla, las muchachas que han crecido a su lado en Nueva York, les expresa su amor paternal: “Las abrazo, las abrazo muchas veces sobre mi corazón.” Y les pregunta: “Mis niñas ¿me quieren?”.

El Delegado del Partido Revolucionario Cubano envía orientaciones, organiza a la emigración. A sus dos más cercanos asistentes, al secretario, Gonzalo de Quesada, y al tesorero del Partido, Benjamín Guerra, escribe de conjunto dos cartas. Una, breve, que inicia diciendo: “Partimos”, y que continúa así: “Yo tal vez pueda contribuir a ordenar la guerra de manera que lleve adentro sin traba la república.” Tras la firma, fue la segunda, una larga letra donde destaca la idea de “A juntar, a servir, a cubrir, con el vapor de lo que se dice, la realidad de lo que se hace.” Y les reafirma su entrega a la patria: “Haré lo que mi tierra me mande. Y jamás se podrá decir que la impedí por mi aspiración o mi capricho.”

También le escribe al médico cubano Ulpiano Dellundé, radicado en Cabo Haitiano, para que sirva de enlace con las comunicaciones con Cuba, y al brigadier Rafael Rodríguez, en Honduras, para que se ponga al frente de una expedición desde Estados Unidos con armas y pertrechos para los mambises. Y para el dominicano Federico Henríquez y Carvajal redacta letras conceptuosas acerca de la unidad antillana, y finaliza así, con una promesa que cumplió: “… si caigo, será también por la independencia de su patria.”

No basta con estas cartas que han llegado a nosotros. Aquel 25 de marzo de 1895 fecho el documento conocido como el Manifiesto de Montecristi, en el cual, en nombre del Partido Revolucionario Cubano explicaba a los cubanos y al mundo los hondos objetivos de la guerra para crear una república de amplia base social y de justicia, que contribuyese a unir a nuestra América y a proteger la soberanía de estos países, al tiempo que daba así apoyo, a su juicio necesario, del equilibrio del mundo. Hay un borrador que muestra el arduo trabajo de su autor, quizás comenzado días atrás, hasta precisar los criterios de este documento programático de la revolución cubana en marcha y su programa para el pueblo de la patria, los del continente y hasta los de todo el planeta.

¿Durmió Martí esa noche? Lo que sí es seguro que mantuvo la pluma en su mano durante muchas horas y me atrevo a pensar que se sintió cansado, pero contento, porque esos pliegos eran parte de la obra de liberación que lo llevaría a desembarcar en Cuba quince días después.

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