Cumbite: la realidad haitiana vista por Gutiérrez Alea
16 de julio de 2018
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En una fecha indeterminada del mes de julio de 1963, hace 55 años, Tomás Gutiérrez Alea (1928-1996), más conocido familiarmente como Titón, dio por primera vez en una locación cercana a Guantánamo la orden de «¡Acción!» que señaló el comienzo del rodaje de su filme Cumbite. Realicemos un flashback a aquellos tiempos fundacionales del nuevo cine cubano, contemporáneo con la Revolución.
Después del imprevisto éxito obtenido con la comedia Las doce sillas (1962), su segundo largometraje, Titón admite que se quedó vacío y, a la vez, compulsado a realizar una película tras otra. “Sentía que en la próxima película debía mantener, por lo menos, el mismo nivel de calidad –declaró–. Eso me resultaba difícil, porque había hecho aquella con tanta libertad que era imposible rescatar ese espíritu. Otra vez sentí el peso de la responsabilidad. Se me había creado un bache”.
Decidió retomar la literatura, en este caso la caribeña, al conocer una adaptación escrita por el narrador Onelio Jorge Cardoso de la novela Gobernadores del rocío, de Jacques Roumain (1907-1944). Esta suerte de Romeo y Julieta, acechados por familias antagónicas en una aldea haitiana, era un pretexto para aproximarse al universo de la cultura de ese país, que siempre había ejercido una peculiar fascinación en el cineasta, quien lamentara luego no haber podido despejar al guión del peso literario. El título en creole significa un “trabajo agrícola colectivo”.
En no pocas declaraciones, el cineasta insistió en que realizó esta película sin estar apasionado por ella, no obstante pensar inicialmente que podría permitirle una experiencia con el mundo de los haitianos. Siempre reconoció que el problema más grave fue su imposibilidad para lograr rescatar la autenticidad en la forma de hablar de los haitianos: “veía las cosas como alguien que está afuera”. Al cabo de los años, a Titón le costaba trabajo volver a ver la película completa –solo hecha de oficio, según él–, por no sentirla como una expresión personal.
De todos modos, Titón emprendió con su rigor característico, aquella aventura de aproximarse a una realidad cercana geográficamente, plena de peculiaridades que desconocía en profundidad. Desde el primer momento, se propuso incluir algunos actores no profesionales de origen haitiano, por la alta migración existente en Cuba durante años. Para el personaje protagónico de Manuel, descubrió a su intérprete en un corte de caña; para el de la muchacha, en una escuela habanera. Ambos carecían de toda experiencia escénica y sus limitaciones provocaron no poco trabajo. A ellos se sumó la veterana actriz Teté Vergara, quien tampoco consiguió convencer al realizador, que atribuye como un talón de Aquiles de la película la ausencia de buenas interpretaciones.
Ante la imposibilidad de rodar en Haití, el equipo de rodaje –en el que intervino como asistente de dirección Sara Gómez–, halló un paraje desértico cercano a la ciudad de Guantánamo, en el extremo oriental de la Isla, con características geográficas semejantes a las que exigía el guión. La intervención de los descendientes de haitianos se extendió a otros aspectos de la filmación: uno de ellos, Ti-Bombon, colaboró con el escenógrafo en decorar el interior de una de las chozas con un diseño naif; otro, Polinese Jean, dotado de un innato talento para la música, creó sonidos bellísimos integrados a la música de la película, en la que se usó percusión hecha con instrumentos típicos haitianos. Fueron estas dos de las escasas satisfacciones que evocaba Titón de aquella filmación que se tornó más dura aún por las elevadas temperaturas de la zona.
Una sola secuencia de Cumbite, la de la ceremonia religiosa nocturna –que para muchos críticos marca cierta ruptura de tono por su extensión–, sirve para evidenciar la importancia concedida al documental por el realizador, que alcanzara su máxima expresión cuatro años más tarde en Memorias del subdesarrollo. Con el propósito de lograr la mayor autenticidad posible, Gutiérrez Alea se regodea en todos los rituales, desde la irrupción del chivo con velas en los cuernos o la escritura de signos sobre la tierra, hasta el sacrificio del animal a los dioses. La cámara operada por José López, de acuerdo a la concepción del fotógrafo Ramón F. Suárez, se integra como un personaje más para indicar aquellos detalles que podrían perderse con una actitud contemplativa. Solo cuando en el delirio de los cantos uno de los viejos «babalaos» pregunta: «¿Dónde está ese negro que viene de Cuba?», nos percatamos de que estamos ante una película de ficción, en la que se insertara un documental de diez minutos, a juzgar por la duración de esta secuencia.
Titón seguramente quiso preservar su riqueza folklórica y no sacrificarla en la mesa de edición de Mario González (1908-1998). Aunque nacido en Cuba, Mario fue uno de los editores más prestigiosos de la Época de Oro del cine mexicano, en la cual editó más de cincuenta títulos, y ya dentro del ICAIC, de los primeros cuatro largometrajes realizados por Titón: Historias de la Revolución (1959), junto a Carlos Menéndez, Las doce sillas (1962), Cumbite (1964) y La muerte de un burócrata (1966), entre otros importantes filmes.
La recepción por parte de la crítica y el público fue menos cálida que con Las doce sillas. Roberto Branly, desde el Diario de la tarde, al tiempo que subrayó la plasticidad de las imágenes, escribió: “No es un documental, sino un documento humano, en el cual el modo de vida del campesino empobrecido de Haití, está expuesto con una intención de profundidad, dejando a un lado toda posibilidad de irse por las ramas de lo atípico o lo pintoresco”. Alejo Beltrán publicó en Hoy: “Siempre es más difícil quitar que añadir. Pero en el caso de Cumbite había que hacer las dos cosas: quitar lo que sobraba de la danza y el canto y añadir algo a la búsqueda de Manuel, para hacerla más plausible”. El veterano José Manuel Valdés-Rodríguez, en las páginas de El Mundo, reprochó que el filme al que calificara de “inemotivo y sin inspiración”, no fuera “vibrante, poético, ponderadamente emotivo” como la novela original, “tocada de raigal emoción”.
La prensa internacional fue algo más entusiasta con el filme. Parala francesa Lise Le Bournot, por ejemplo, “la película sirve muy bien a una novela muy bella, de una poesía muy grande y de una gran generosidad de corazón y de pensamiento”. P. L. Thirard, en Positif, manifestó su extrañeza ante la glacial acogida habanera de Cumbite en el que, para él, lo más interesante “es que Gutiérrez Alea ha jugado la carta de la sobriedad y ha permanecido siempre fuera del lirismo que parecía imponer el tema, dejándose llevar solo en algunas escenas (el entierro, el cumbite), que las hace lucir todavía más violentas. La economía, la sequedad del filme, se inspiran más en el cine norteamericano que en la tradición cubana y este cambio de tono puede desconcertar. Cumbite es, a mi entender, un excelente filme, muy superior, por ejemplo, al filme brasileño Vidas secas, otro drama de la sequía al que se le ha comparado a veces”.
Si Guy Gauthier polemizó con el propio Titón en que “Cumbite es una obra conmovedora, bien realizada, bien actuada”, Michele Firk, también en Image et Son, puntualizó: “El filme es bello, quizá un poco seco, y no hablo aquí ni de la sequía ni de la aridez del suelo y del paisaje, admirablemente dados por el fotógrafo Ramón F. Suárez, sino de una especie de sobriedad en las relaciones entre los personajes mucho más ‘presentes’ en la novela. El filme está lleno de matices, como los demás filmes de Gutiérrez Alea, delicadeza y ternura, y pasa con arte de la tediosa vacuidad de las tareas cotidianas en la aldea sin agua, sujeta al recuerdo candente de una sangrienta vendetta a la agitación histérica y erótica de una ceremonia en honor de las divinidades africanas”; para añadir luego que “el filme termina sin duda en una toma de conciencia pero como solo un cine adulto es capaz de describirlo, como una consecuencia lógica y necesaria de un relato cinematográfico”. El mexicano Tomás Pérez Turrent concluyó en que no obstante la certeza de ser un filme menor, “se impone por la sinceridad del tono, por la voluntad de evitar todo maniqueísmo”.
Rememoramos así aquel calurosísimo mes de julio de 1963 en que Tomás Gutiérrez Alea, con Sara Gómez, su novel asistente de dirección, se aproximaron a la realidad haitiana a través de Cumbite.
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