Cultura y sentido común
13 de diciembre de 2013
|M es una mujer singular. En su país hizo carrera en la administración pública. Muy joven trabajó en el servicio exterior, fue asesora de importantísimos personajes y llegó a ocupar cargos en los más altos niveles del estado. Pero un día lo abandonó todo y siguió una ruta incierta: se hizo contadora de historias. Desde entonces su vida es otra. Recorre su país y el mundo haciendo que las palabras hagan el tortuoso y largo camino que media entre su boca y las orejas ajenas.
Conoce la imaginación, pero es a la vez luminosamente práctica. En ella hacen fila las buenas maneras y la responsabilidad.
A estas alturas ustedes se debe estar preguntando, ¿hacia dónde nos quiere llevar el autor? Paciencia. Debo antes contar una anécdota.
Ella, a la que seguiré llamando M, conoció a dos muchachos en un taller para niños de la calle. Ahora son adultos. Cada uno siguió caminos distintos, pero por esos años los llevó a conocer la capital de aquel país. Tráfico brutal y lluvia ácida, esos podrían ser los estandartes de la ciudad. Una tarde, mientras paseaban, les compró refrescos. Al terminar, uno de ellos lanzó la lata a la calle. Mi amiga paró de golpe el automóvil y, en una avenida de múltiples carriles, lo obligó a bajarse y recogerla.
Alguno pensará que exageró. Más valía la vida de su acompañante que unos gramos más de basura en aquella urbe a la que no le cabe ni una partícula más de polución. Puede ser. Más no es. La vida del chico no estaba en peligro, ella aparcó en uno de esos sitios que tienen las autopistas. Lo que no podía permitirse era que una lata más emporcara la ciudad, por una única y practica razón, por puro sentido común. Un sentido que, como la Cultura, es una construcción condicionada por la comunidad, que es una mezcla de personas, historias, pasados, presentes y proyectos de futuro, que se hace tangible hasta en lo intangible.
Cuento esto porque es la forma menos pueril que he encontrado para referirme a un tema pedestre. La protagonista me permite ilustrar como la posesión de saberes y el ejercicio de prácticas socialmente aceptadas deberían garantizar, o al menos propiciar, una vida social equilibrada y sana.
Pero resulta que suponer que la Cultura puede ser “remedio infalible” para ciertos ejercicios que rompen el equilibrio y la armonía de la sociedad es, cuando menos, ingenuo.
Ya que nos aprovechamos de la anécdota como género, sigamos usándola. Durante los días de Festival Internacional de Teatro, y su resaca, pudimos ser testigos de algunos sucesos pintorescos protagonizados por gente cercana, o influenciada, o al menos atraída o interesada por el Arte.
Tres personas, cada una de edad y sexo distintos, se debaten a la puerta de una sala teatral, dos de ellos quieren acceder y probar suerte. Otro no. Podría ser una obra cómica o salpicada de sexo, incluso podría criticar hasta lo impensable. La mujer dice que a ella le gustaba el teatro, pero que ya no sabe. El anciano manifiesta que le es indiferente. Al cuarentón le molesta pagar por ver arte, pero empujado por los otros, decide comprar las entradas. Antes se dirige al portero, y con la arrogancia de quién sabe que porta más monedas en la bolsa que el empleado, lo desafía:
– Si no nos gusta la obra y queremos irnos, ¿nos devuelven el dinero?
El muchacho lo mira extrañado. No sabe qué decir, es probable que nunca antes le hicieran una pregunta de esa naturaleza. Entonces salta el administrador y contesta con un monosílabo: – ¡No!
Disgustado el cuarentón se marcha. Lo sigue la mujer profiriendo groserías. El anciano mira hacia atrás, como pidiendo perdón, pero no lo hace. Los tres personajes tienen algo en común: se les nota, por el exceso de brillos, que forman parte de la nueva clase, que no sabiendo qué hacer con su vida, exhibe oro, más no virtudes.
Unos minutos más tarde comienza la función. Los actores se muestran, frágiles e imbatibles, generosos. Corriendo riesgos como el equilibrista, el domador de leones o el trapecista, a solo milímetros del abismo. El público, silencioso, agradece y les acompaña, hasta que un perro comienza a ladrar. A los artistas se les ve desconcertados. Hacen el esfuerzo para no caer. El personal de sala, diligente, armado de linternas, busca al can y lo encuentra. Es un diminuto chigüagüa. Más no está solo. Lo sujeta, con una delicada cadena, una joven. Lleva una camiseta, casi un tope, y va enfundada en un estrecho pantaloncillo de escaso tejido. Al ser descubierta, no protesta. Se levanta, avanza por el pasillo como quien disfruta sus “cinco minutos de fama”. No puedo dejar de describir al animal: lleva un vestido rematado con vuelos de encaje. Pobrecillo, él solo hizo lo que saben hacer los de su especie. Ella, la muchacha, también. Es que se asoma una tribu cuyo signo parece ser la frivolidad, que es una “categoría estética”, que atraviesa fronteras y épocas, como una plaga a la que no hemos renunciado combatir, pero que avanza no tan solapada. Mala yerba.
Una vez terminada la secuencia canina, invaden otros animalejos. A pesar de que se ruega, casi implora, apagar esos bichos llamados celulares, nadie obedece. Generalmente, ya no se escucha el tradicional rin-rin. Ahora, en medio del silencio o la tensión dramática, podemos reconocer claramente una voz que grita: ¡Por favor, atiende, ¿estás sordo?! Y no es uno de los espectadores, es su aparatico. Él, obediente, salta, le coloca las posaderas en la cara a toda la fila, y corre a toda velocidad mientras se le escucha responder gritando, pero como voz grave, como si imitara un susurro, pero no logra disimular su vozarrón. Mientras X habla en el vestíbulo, Y corre a la cafetería que está junto al teatro, y regresa con cervezas. A Y lo acompañan tres féminas, que no pierden tiempo, halan la espoleta y dejan que su ruido inconfundible invada todos los rincones. Inspirado en Y, Z sale y compra rositas de maíz. Come y deja sentir el sonido. ¿Será que se está rescatando, pero fuera de sitio, la costumbre norteamericana de beber y comer en el cine? Pero en el séptimo arte los actores no sufren ni padecen. En el Teatro sí. No hay piedad, ni misericordia, ni buenas maneras, ni respeto, ni solidaridad, ni sentido común. No hay Cultura, o hay otra, banal y exhibicionista que tanto recuerda a aquellas funciones de opera donde los cortesanos alquilaban balcones y llevaban a los criados armados con marmitas y cazuelas, de modo que pudieran cocinar viandas que salían de enormes y bien dotadas cestas de mimbre.
Parece que, como con la marea, la basura regresa y se aferra a la orilla. Haría falta, entonces, hacer algo para recoger los desperdicios que vuelven y barrerlos. Quizás la solución podría estar en una fórmula, bien proporcionada, que incluya un antídoto y una vacuna. Lo primero se resume en normas claras y acciones precisas. Lo segundo es más complejo porque tendría que actuar de modo tal que, como comunidad, se pueda entrenar y ejercitar el sentido común, que es la expresión pragmática de la Cultura, es decir, la puesta en obra de un conjunto de normas socialmente construidas y aceptadas que reflejan la vida espiritual y material en un sitio y en un momento dado.
Los personajes existen, aunque esconda, por pudor, sus nombres e identidades. Son nuestros, obra de nosotros mismos. Por eso no quisiera dar la impresión de estar criticando a entidades, instituciones o personas. En primer lugar, me estoy criticando a mí mismo, que no he incorporado la reacción visceral de M ante el vuelo de la lata y tengo que repetirme, a cada instante, que aunque mi basura sea solo una minúscula porción de mugre, todas ellas reunidas, contribuyen a la eclosión de esa avalancha incontenible de porquería que parece que terminará por mancharlo todo.
Suerte que la conciencia advierte y muerde. Suerte que la razón compulsa y que la virtud es espuela que pincha el costado y hace que el ser humano se yerga y permanezca de pie, clavado en la tierra, pero sin dejar de mirar a lo más alto, que es su destino. Felices nosotros porque la Cultura no está encerrada en el Arte y la Literatura, sino que es todo lo bueno, lo agradable y lo perfecto.
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