Con corazones remendados
19 de octubre de 2019
|Desde ayer le nació el presentimiento. Él le anunció la acostumbrada visita de los sábados con silencios y tartamudeos insólitos en el siempre diestro en el decir. Este hombre con apenas una educación primaria, de donde extraía tanta palabra precisa, tanto concepto claro sobre la realidad en derredor. Después lo supo. El día que lo invitó a su casa, a visitar la biblioteca. Aquel mecánico-electricista jubilado era un lector devorador.
Lo había conocido el año anterior. Asistían a una conferencia dedicada a las enfermedades cardiacas y su control. Al final los asistentes intercambiaron opiniones. Le causó gran impresión los argumentos de él. Estaba en lo cierto. Como en las reuniones de padres en las escuelas, a la que asistían los familiares de alumnos cumplidores, presentes estaban quienes cumplían estrictamente las normas de vida exigidas por la enfermedad.
En la puerta del hospital al despedirse, se asombraron de que vivían en el mismo barrio, los atendía el mismo médico y temprano en las mañanas hacían la caminata obligatoria. Rieron al comprender que cada uno la realizaba en sentido contrario. Ella le confesó que esa caminata solitaria era lo que más le disgustaba del plan médico. La aburría y en voz baja le agregó que, a veces, la incumplía. Con la decisión característica con que ejerció su profesión, lo invitó a acompañarla. Y le ofreció un plan en que los dos saldrían ganando. Para no aburrirse, algunos días seguirían el orden de calles trazado por él y otros, el de ella.
Cuando aquella señora elegante conocida en la conferencia lo invitó a acompañarla en las caminatas matutinas, él se asustó un poco. Y más cuando al parar aquel carro para ir a su casa, lo tomó del brazo, lo empujó a montar porque como vivían cerca, ella lo dejaría en su vivienda.
Jamás su difunta esposa lo hubiera hecho. Aquella era una mujer de su casa, sus hijos y sus nietos. Erizado la acompañó en las caminatas, pero antes del mes, comprendió su equivocación. Era una buena mujer que añoraba a su hija y sus nietos distantes. Y se entretenía con los libros, las buenas películas y las plantas que crecían en sus balcones.
El médico de los dos lo empujó al paso que daría esa tarde. Le ordenó que se atreviera y le hablara de sus sentimientos porque hasta en los setenta, en los corazones averiados puede renacer el amor.
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