Benito Constant Coquelin
8 de noviembre de 2018
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Las décadas del 70 y del 80 del siglo XIX recogen gratos momentos para los amantes de la ópera bufa francesa en La Habana. Al compás del can-can se llenaban los coliseos, en tanto la crítica moralista tildaba los espectáculos como demasiado “audaces”. Pero el público se divertía, sobre todo el masculino, con las piernas al aire de las bailarinas francesas.
Casi todos los años se sucedían las visitas de las compañías foráneas. En febrero de 1882 llegó la francesa Paola Marie, con un espectáculo serio integrado por obras de Bizet, Donizetti y otros autores. Los precios de las butacas del Teatro Tacón se elevaron considerablemente. En noviembre de ese año, otro elenco francés también repletó los teatros habaneros. En 1886 lo hizo madame Judic, quien en realidad se llamaba Ana Damiana. La actriz era proclamada como la reina del vodevil. “La opereta francesa ha triunfado en toda la línea. Las damas de La Habana, como las de Londres y Viena, han capitulado”, anunciaba un diario capitalino.
Tal era la situación escénica habanera cuando en febrero de 1889 debutó en el Teatro Tacón una figura importante del teatro francés: Benito Constant Coquelin. Se programaron 10 funciones, pero el público andaba escasos de fondos y el coliseo, según se afirma, mostraba espacios vacíos en el lunetario. Es una pena que así fuera porque se trataba de un gran cómico, Coquelin, de 47 años a la sazón y sólida reputación en Europa. El repertorio de este talentoso artista estaba muy bien escogido y en él se incluían obras de Moliere, por lo que las representaciones fueron de primerísima calidad, aunque el auditorio no repletara el teatro.
La interpretación que hizo Coquelin de Tartufo originó los más cálidos comentarios. Uno de ellos, aparecido en el periódico El País, fechado el 6 de febrero de 1889, dice así:
“No es posible elevarse a mayor altura en la escena (…), encontramos tan superior el mérito de este artista ilustre, que nuestra lengua, tan rica y variada, todavía nos parece pobre en adjetivos para calificar sus maravillosas cualidades.”
Por cierto, también José Martí admiró a Coquelin, a quien describió como “un travieso Fígaro, un revoltísimo Mascarilla, un ejemplar criado de aquellos muy felices que dibujó Moliere.”
La ópera bufa francesa y hasta el mismísimo Coquelin pasaron por La Habana y constituyeron un suceso en el ya distante siglo XIX.
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