Atracción por los habanos cubanos
24 de febrero de 2022
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Atraído por el tema que narra la parte buena del tabaco en su relación con la historia del país, he tratado de enhebrar un discurso (inconcluso hasta el momento) que me permita salir a flote en una recreación personal sobre la historia del susodicho. Cuando en Cuba coloquialmente nos referimos a la historia del tabaco, por semejanza entendemos una historia larga, tediosa y exagerada de cualquier tema y que usualmente puede estar lejos de la realidad. Dicho n corto, es una especie de embuste.
Por supuesto que no es esa nuestra intención y cuando decimos personal, se trata del resultado de ciertas investigaciones y experiencias propias.
Cuando dentro de ese ejercicio intelectual trato la etapa de mi adolescencia, me pregunto ¿Qué tengo que argumentar sobre el tabaco para el momento? Pues muy poco si se trata de fijar criterios, posiciones, sacar a la luz evidencias lejanas o cercanas. Solo tengo que decir que en esos tiempos, por demás convulsos políticamente, y donde ser joven constituía premisa de un hecho criminal a los ojos de las autoridades abusivas de la dictadura batistiana, que comencé a repetir la operación que 500 años atrás mis coterráneos –holguineros diríamos ahora– habían mostrado en los intrincados bosques entre Río de Mares (Gibara) y el asiento aborigen de Manabón, a los marineros de Cristóbal Colón, Rodrigo de Jerez y Luís de Torres. Es decir, me inicié como fumador para supuestamente disipar el nerviosismo permanente que nos producía la situación imperante. El arranque se produjo por el inefable cigarrillo super royal, con picadura del llamado tabaco rubio, conocidos en la esfera tabacalera como burley y virginia, para luego, en un momento impreciso, pasar al tabaco negro autóctono.
Vivíamos una época en que no se fumaba frente a los padres hasta la adultez. Ya mi progenitor me había advertido: “Fumarás el día que puedas comprar los cigarros (cigarrillos) con el dinero que ganes”. Y aunque había sido precoz para buscarme algunos “kilitos” desde los 15 años, no intentaba violentar esta regla y siempre fumaba “escondido”, como era común decir en esos tiempos. La gracia duró unos cuantos años hasta que por voluntad propia decidí dejar de lado la costumbre. Curiosamente, nunca me dio por fumar puros habanos y por ello tuve una desagradable experiencia durante una visita de trabajo a tierras extrañas. En mi equipaje llevaba algunos excelentes ejemplares con el fin de, dado el caso, reciprocar algún gesto amable. La primera mañana se me ocurrió posar como buen cubano con un habano en la boca y al cabo de un rato sentí mareos y náuseas que no se me quitaban con nada. Aprendí con ello que este oficio requiere ir de a poco y que la “juma” con tabaco es peor que un atiborramiento etílico. No obstante, no perdí la costumbre de hacerme acompañar con algún ejemplar surgido de las hábiles manos de los torcedores criollos y mucho me lo agradecieron los destinatarios. También conocí que uno solo de aquellos obsequios, era generalmente cotizado en el mercado local del país visitado, mucho más que la modesta dieta diaria que percibíamos. Pero ese aprendizaje no llegó a convertirse en moneda de cambio, desafiando la tentación, que como la serpiente en el paraíso, se les aparecía constantemente a Adán y Eva.
Otras experiencias sobre la estimación universal del habano cubano he tenido en diversos escenarios. Para el momento, citaré una muy ilustrativa. Hacia mediados de la década de los ochenta fui encomendado proporcionar invitaciones formales para asistir a la celebración en La Habana del 150 Aniversario del primer ferrocarril de Iberoamérica, hecho ocurrido en Cuba el 19 de Noviembre de 1837, en un tramo que cubría la ruta de la Habana hasta Bejucal. En esta ocasión, en Río de Janeiro, me correspondía entregar la misiva al presidente de la empresa Vale do Río Doce, un emporio industrial estatal dedicado fundamentalmente a la minería y que poseía una importante red ferroviaria propia, siendo desde entonces y hasta ahora la mayor productora de mineral de hierro en el mundo y la más grande de todas las de Brasil en aquellos tiempos. Desde la misma puerta de entrada al edificio se sentía la sensación de grandiosidad. Fui trasladado hasta una pequeña sala de exhibiciones donde debía esperar al ejecutivo que se encontraba reunido y entregué al ayudante una caja de habanos de afamada marca que como obsequio requería el protocolo. Esperé paciente al seguro estirado y distante personaje para cumplir mi misión. Pero no contaba con que los habanos habían servido como llave de los truenos para que la entrevista fuera más sociable. Al cabo de un rato me llevaron a un vasto despacho donde un señor de mediana edad, agradable y sonriente me recibió con suma amabilidad convertida en euforia cuando se refirió al obsequio. El poderoso ejecutivo no cabía de gozo con el presente y en consecuencia me dedicó un buen rato de su limitado tiempo. A la salida, ya en la calle, no tuve duda alguna. La persona en cuestión no era el petulante y arrogante magnate que imaginaba, pero en buena medida el misterio de la sobredosis de amabilidad mostrada, correspondió a la artesanía salida de las diestras manos de los torcedores cubanos.
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