Aquel vecino, “el cieguito”
14 de junio de 2014
|Crecieron juntos y separados. Juntos porque nacieron en idéntico año y en la misma calle. Separados porque él desde la cuna, perseguía a la madre con unos ojos admirado por los colores de la luz. Y el otro, sonreía al escuchar su voz y reconocer la tibieza y el olor característico de su piel. Él nació vidente. Aquel, nació ciego. Y si bien los enredos entre genes y complicaciones forjaron a un ciego total, esa diferencia física nunca fue la causa mayor del distanciamiento entre estos dos niños. Aquellos atavismos venidos de la antigüedad acerca de los imperfectos en un mundo dominado por los llamados perfectos, situó un muro entre los dos, afianzado en su familia por la creencia absurda del que “a quien le tocó, que le toque”, un modo de desentenderse de los demás.
Él no fue de los peores. Ni se burló de él, ni le gastó aquella broma hecha por los otros muchachos, la de arrancarle el bastón. Un día, lo vio tomar una guagua con un letrero anunciador de una escuela y se preguntó mientras él se dirigía a la suya, qué haría “el cieguito”, así le decían todos, en una escuela. Lo supo años después, ya en la adolescencia, cuando alguien le dijo que lo había visto leer con los dedos y escribir dando incisiones en una tablilla. A la par de él creció y aunque alcanzó la altura de seis pies, jamás dejaron de llamarlo “el cieguito”. A la misma hora que él tomaba el ómnibus para su trabajo, lo veía marchar hacia el suyo. Decían que laboraba con un ceramista famoso. Al parecer, aquel bastón adivinaba todas las imperfecciones de la acera y los ojos lo perseguían, y hasta algunos esperaban el tropiezo ante los restos de una construcción. Los evitaba como evitaba, también, las ramas de los árboles salientes de las cercas.
Si en verdad nunca respondió al sonido de su bastón cuando en la acera reclamaba que alguien lo cruzara en la avenida peligrosa, simplemente se dedicó a observarlo y preguntarse cómo podía sonreír y hasta agradecer a quien cooperaba con él. La interrogación mayor le surgió cuando en la casa comentaron que “el cieguito” se casaba. Y que la muchacha también tenía problemas en la vista, pero veía un poco.
El tiempo les pasa a todos por encima. A él los sesenta le llegaron con una afección visual que por no darle la importancia debida cuando acudió al médico, solo una intervención quirúrgica la remediaría. Ni los médicos son magos, ni todos los ojos son iguales, ni todos los casos tratados culminan felizmente. Poco a poco, la ceguera le cerró los ojos y él se encerró con su ceguera. Junto a la retina destruida, se le habían marchado los otros sentidos. Incapaz de andar por la casa de su infancia, de llevarse la cuchara de sopa a la boca, de colocarse las chancletas, de asearse siquiera. Desgastado por día, desgastaba a los suyos, criados en aquel “al que le tocó, que le toque”.
Aquella tarde lo extrajeron de la habitación y lo colocaron en la sala. Un toque en la puerta y, al abrir, encontraron al “cieguito” y la esposa. Él escuchó el llamado de aquella voz que le solicitaba el permiso para adiestrarlo en una nueva vida que le suplicaba vivir.
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