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Amigos para siempre

1 de marzo de 2014

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1Agotados, la familia descansaba. Una mudada es algo muy serio y en especial cuando de una casa inmensa se va a una pequeña. Equivale a cumplir aquella aseveración del decir popular cubano “de meter La Habana en Guanabacoa”. Y eso que hacía rato que habían desaparecido algunos escaparates de tres cuerpos, las camas que no encontraban sábanas lo suficientemente grandes para abarcarlas y la mesa de comedor capaz de contener vajilla completa para tres generaciones. Afirmar que no le dolió la paulatina salida de aquellas reliquias, sería mentir. Pero a pesar de sus cercanos ochenta años, los olvidos de la toma de los medicamentos y los dolores imprevistos en cualquier parte del cuerpo, la zona del cerebro dedicada al razonamiento, le funcionaba bien. Y comprendió a tiempo que las urgencias monetarias hacen olvidar los recuerdos asidos a maderas de caoba legítima. Y también, los escondidos en largos pasillos o enredados en las telarañas de los techos de habitaciones cerradas.
Aceptó la venta de la casona con un “sí” entrecortado. En ella dio los primeros vagidos porque en una de las camas perdidas, una partera le facilitó la manera mejor de venir al mundo. La quería, la quería, no lo ocultaba. Y asido a ese amor de hombre vivo a materia muerta, la deseaba en las primeras visiones de sus ojos infantiles, liberada del sonido de las goteras, de la herrumbre de las tuberías desgastadas, del rugir ronco de los cerrojos de las puertas. Quien la compró tenía dinero para resucitarla, aunque entre interrogantes estaba su cordura cultural. Con tal que no le endilgara balaustres divorciados con el estilo y colores amenazadores en las paredes.
Lo único que sacudía al anciano interiormente era la pérdida de los jardines y el patio de tierra donde los árboles eran la tentación de los actuales adolescentes del barrio dejado atrás y que en verdad constituían desde hacía tiempo una preocupación por las piedras lanzadas y las incursiones furtivas. Allí, muy temprano en la mañana, acompañado del amigo, intentaba una caminata saludable por los senderos de grava porque los de tierra estaban tomados por la yerba. Un jardinero no podía pagarse pues constituía uno de los oficios mejor retribuidos y la propia familia a machete limpio y con baja experiencia, mantenía a duras penas jardín y patio.
El anciano advirtió que todos dormitaban en las reducidas habitaciones más empequeñecidas por el tamaño de los muebles. Llamó al amigo y lo convidó a adueñarse del intento de jardín, en que recibirían los dos ahora la mañana. Atrás quedaron en el otro barrio, los amigos de él. Sultán siempre estuvo condenado a la soledad por la altura de los muros, salvados por los adolescentes atrevidos.
Un perro se detuvo en la cerca. Todavía cachorro y hecho a la medida de la calle, meneó el rabo en saludo al hombre y al animal. Su perro acompañante corrió a contestar el saludo con los olisqueos de recononocimiento.
Vaya, pensó el anciano, a Sultán le ha convenido la mudada, hará amigos. Todavía no notaba que, agitada por el paso demasiado rápido para sus años, venía una anciana, la dueña del cachorro escapado.

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