Agua sucia en el alma
19 de julio de 2014
|La respuesta del espejo la complació. Peso ideal para la estatura y la edad. Ropas sencillas con el toque elegante dado por el buen gusto y la concordancia con la figura y los años. Melena corta y un color rubio apagador de canas en juego con la piel. Polvo en el cutis limpio, un tono rosa en los labios y las cejas ligeramente acentuadas porque en la mañana sobran las exageraciones.
Clasificaba en el renglón de los adultos mayores con idéntica complacencia como antes pasó por otras divisiones estadísticas. Supo saborear cada etapa. Niña juguetona, adolescente en los quince, estudiante universitaria, joven casada, divorciada, hijos, nietos. Y esa profesión todavía vigente, elegida por vocación, en la que ejercía en la variante de profesora rellena de experiencia práctica. A un encuentro con sus alumnos iba ahora. Cerca estaba el recinto y conocedora de la bondad de las caminatas en horas tempranas, con paso regular no tan ligero como antes, marchaba.
Sonrió al espejo. Nunca caería en la pregunta de la apodada ahora la Maléfica. Sabía que no debía y podía competir en belleza con las estudiantes. Su inteligencia cultivada la hacía huir de la tentación de modas y gestos desvinculados de su personalidad. Tomó la cartera, guardó las llaves, revisó las ventanas cerradas y ya en la puerta -también sabía que los olvidos involuntarios debutan a esta edad- comprobó los materiales de la clase.
Segura de sí misma andaba por la estrecha calle que la llevaría a la avenida principal. Delante de ella, tres jóvenes formaban alboroto con palabras mal sonantes y risas altas. Le cerraban el paso. Amablemente les pidió permiso. Supuso que imbuidos en sus palabrerías, no la escucharon. Volvió a insistir. Descartaba bajar la acera. La lluvia nocturna formó charcos en la desnivelada calle. En su estrechez, también era una posibilidad de caída y de peligro por los vehículos y no debía arriesgarse. Y además, la acera era para los transeúntes, para todos los transeúntes de cualquier edad.
A la tercera amable solicitud, los jóvenes se detuvieron y la enfrentaron. La frase menos hiriente fue un “que se cree la vieja esta”. La ofendieron a su antojo y por lo visto, los muy tontos, creían que calificarla de vieja era la peor de las ofensas. Se lo repetían unido a otras palabras denigrantes.
La anciana tomó la calle. Las piernas le fallaban. Lágrimas en los ojos, el corazón acelerado. Esos desconsiderados, si es que conocían el significado del vocablo autoestima, tal vez supondrían que esa vieja llorosa, la manchaba con el fango de la calle.
Lejos estaban de la desazón de esta anciana sabia en regreso de las experiencias. Ella los analizaba y extraía conclusiones. Ignorar las leyes naturales de la convivencia social es criar la insensibilidad hacia el otro. Esa ráfaga de palabras soeces e imposiciones de la fuerza física contra los supuestamente débiles, exhiben la antesala de peligrosas deformaciones del alma humana.
¡Pobres tontos! Ella sufría por ellos.
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