Algo más sobre la bodeguita
11 de marzo de 2021
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La Bodeguita es ya la bodegona,
que en triunfo al aire su estandarte agita,
más sea bodegona o bodeguita
La Habana de ella con razón blasona
Hartase bien allí quien bien abona
Plata, guano, parné, pastora, guita,
Mas si no tiene un kilo y de hambre grita
No faltara cuidado a su persona.
La copa en alto, mientras Puebla entona
Su canción, y Martínez precipita
Marejadas de añejo, de otra zona
Brindo porque la historia se repita,
Y porque es ya la bodegona
Nunca deje de ser La “bodeguita”
Nicolás Guillén, Poeta Nacional Cubano
En la entrega anterior he brindado una panorámica particular sobre la Bodeguita, pero siento que se me quedan cosas por decir. Cosas que me intrigaban ya desde los años que recorría diariamente con mis pasiones y entusiasmos industriosos las añejas calles, algunas veces adoquinadas, de nombres extraños y extraordinarios propios de el embrujo literario o realismo mágico de las páginas de Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier o Juan Rulfo.
Para una especie de ciudadano de aldea donde todos o casi todos nos conocíamos y nos saludábamos diez veces al día si diez veces nos topábamos, donde un bar era generalmente algo enclaustrado que escondía una vida llamada licenciosa, ver un bar cuyo mostrador se mostraba abiertamente a la calle y donde rara vez se advertía algún borrachín de ocasión, no era cosa de juego y contrastante con los bares que conocía. Si agregamos que detrás del mostrador y cruzando un pasillo donde apenas cabe una persona en fila india, se servían comidas, la cosa se nos hacía más misteriosa. En su momento conocí esta parte oculta del inmueble y apreciar que se trataba de un viejo caserón con cuarenta recovecos y una especie de tirador interior de aire, que aprovechando la experiencia constructiva colonial de cuatro siglos, lo refrescaba convenientemente y huía de la tendencia potenciada en años recientes, de construir casas como si fueran hornos de panadería o cajones invertidos con ventanas de tablillas que restringen hasta en un veinte por ciento el aire circulante.
Conocí también que los clientes escribían en sus paredes. Hasta ese momento la vivencia que tenia de escribir en paredes era los mensajes prosaicos que se garabateaban en los baños del instituto o en los cines. Me explicaron que se escribían mensajes de amor, amistad y otros de este estilo y en mi ingenuidad me pregunté si no era mejor enviar una carta. El colmo fue aquello de colgar cosas o poner fotos de mucha gente extraña. Me pareció algo provinciano eso de colgar un taburete dentro de una de las salas donde ofrecían comida en mesas sin mantel. Había también un cuadro con un letrero que dicen escribió un viejo gringo –enorme ignorancia mía de entonces– que se contagió con las extravagancias, se enamoró del mojito y el daiquiri, y lo recalcó en papel y tinta.
Todavía la Bodeguita me tenía reservada algunas sorpresas agradables. Faltaba el toque cubano tradicional para cerrar con broche de oro y aparecieron los juglares populares, émulos en la más amplia escala de los “artistas cubanos” que buscaban con guitarra, maraca y clave, el sustento diario en los pasillos atiborrados de público en las guaguas –ómnibus de pasajero–. Y la Bodeguita acogió a Ñico Saquito y a Carlos Puebla. Con el tiempo sus figuras se agigantaron en personajes inevitables de la cultura musical popular cubana con tonadas que arrebatan, aun hoy, a medio mundo. De hecho, descubrir la Bodeguita fue como abrir una ventana a la fantasía que lleva las cosas de lo simple a lo complejo.
No olvido saborear antes de la degustación formal de la cena, un mojito, uno de esos nativos cocteles refrescantes surgidos tras la suma ancestral de experiencias y que una vez probados hasta el cansancio en el laboratorio cubano de mil kilómetros de largo y ciento once mil ciento once kilómetros cuadrados repartidos en todo su archipiélago, se expandió sin mucho esfuerzo y rebotó en los más insospechados rincones del mundo como representante diplomático de nuestras costumbres.
La cocina es olor, color y sabor. Las aromáticas especias de variadas procedencias generan reacciones y recuerdos que nos abren las papilas gustativas de tal manera, que es sumamente difícil sustraerse al hechizo. La cocina cubana crea un olor especial con la alta presencia de carne de cerdo y la llamada salsa criolla, elaborada con diversos productos naturales que la tipifican. Este aroma inconfundible invita irresistiblemente a la mesa en igual o mayor nivel que las habilidades alcanzadas por el célebre flautista de Hamelin.
Imaginemos platos de amplia sazón y buena mano como las masas de cerdo fritas; chicharrones crujientes y un mínimo de grasa; el arroz desgranado y blanco como el coco; los arroces con frijoles –congri– condimentados con todo un arsenal de pequeñas cosas que lo enriquecen extraordinariamente; un sopón de frijoles negros espesos que llaman dormidos; la yuca con mojo de adobo agrio de naranja o quizás unos plátanos maduros fritos o probablemente verdes elaborados a puñetazos (que también le llaman tostones); malangas majadas adobadas en crudo y fritas; o postres caseros como cascos de guayaba acompañados con lascas de queso y en su ausencia, boniatillo de canela o anís… servidos sin tropelaje, a la misma vez, escoltados con una cerveza bien fría, tiguerita, como dijeran en mi pueblo-. El manjar rematado con un café de verdad, sin mezclas ni sucedáneos y un habano disfrutado reposadamente que hace la envidia de propios y extraños. Todo ello en un solo paquete.
¿Podría haber escapado de la mística que forjó en cada cubano este conjunto de cosas simples que el viento y el tiempo han transformado en venerables?
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