El timbrar de un teléfono fijo
16 de febrero de 2021
|En cada timbrar, recobraba un pedacito de autoestima. Limpiaba de tristezas su alma analógica. En su breve sistema de memoria recordaba todavía las palabras de aquel joven técnico. “Viejita, Este aparato ya necesita el cambio. En la oficina tenemos modelos nuevos que…”. Y el telefónico, así le decían a quienes se ganaban el pan o lo que fuera gracias a su existencia, explicaba las capacidades de los artefactos bisnietos de él. A su dueña le gustaba que ese muchacho de cabello colorido le dijera viejita en lugar de tía porque ella no tenía sobrinos. Y lo dejaba expresar sus conocimientos tecnológicos porque, al fin y al cabo, defendía los intereses de los usuarios de los teléfonos apedillados fijos. No lo interrumpía para expresarle que no le interesaban los aparatos con más botones, teclas las llamaba él. Le confundían los dedos y además, el presupuesto mensual con los medicamentos estaba abarrotado.
Pasados aquellos días de largos silencios en que deseaba timbrar por cuenta propia. Lanzar un timbrazo alto, extenso, sostenido en el aire, imitando a los agudos de las sopranos. Anunciar su utilidad vigente al igual que los telegramas, hermanos en los tiempos de la popularidad. Ellos también decaían en el uso. Además tenían el agravante del gasto de papel, acusados por sus altos precios en el mercado y vituperados por los ecologistas. Contribuían a la desaparición de los árboles. En verdad, ni a los telegramas ni a los cables en los primeros tiempos le agradó el nacimiento de él, el teléfono. Después se reconciliaron en nombre de la coexistencia pacífica, un término que ya no se escucha ni en los whatsap.
Sintió una cosquilla por dentro. Era el aviso eléctrico. Entraba una llamada. Y con su sistema recuperado por el continuo ejercicio, lanzó un sonoro timbrazo. Ansiosos, los dos ancianos extraídos de los pensamientos tristes, lo rodearon. La llamada era para ella y él se retiró, respetuoso del derecho a la intimidad. Otra amiga de la niñez, recuperada.
Primero, las palabras usuales de los días. Ni una tos, ni un estornudo contabilizaban entre ambas. Este año, gracias a la mascarilla de los nietos en la calle, ni siquiera la visita del catarro estival. Después, a pedazos, desandaban los caminos. Con la voz, una dibujaba una imagen. Un león del Prado cuidaba a las niñas que jugaban a la rueda, rueda de pan y canela y se confesaban el amor infantil por uno de los tres Villalobos porque el amor en trío, ni se lo imaginaban. Alejado, el anciano esperaba el turno. Llamaría hoy a otro amigo de la adolescencia. Se despertó aquel día, rumiando las escapadas de la Escuela de oficios para esperar la salida de las muchachitas de la Normal.
Y yo, teléfono fijo, agradecido a aquel italiano que me inventó en el Gran Teatro, espanto los miedos de la pandemia entrelazando a las gentes. Y le hago un guiño de súper héroe a mi tataranieto whatsap.
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