Eusebio Leal Spengler: “Los asuntos habaneros tiene que seguirlos llevando Martí”
29 de julio de 2021
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“La Habana es la ciudad de José Martí.” Entre las tantas virtudes de la capital de Cuba que nos enseñó a resguardar, Eusebio Leal colocó en primerísimo lugar, ese argumento de naturaleza espiritual y amor patrio.
A la casa museo de la calle Paula, donde nació tan insigne cubano, solía ir cada 28 de enero, en ceremonia muy personal. Recorría los espacios y se detenía a contemplar los objetos con la curiosidad intacta, como si fuera la primera vez. Y volvía a elogiar la hermosa escarapela, con la bandera cubana bordada en tela de reina con mostacillas. La portaba José Martí cuando cayó en el combate de Dos Ríos, en 1895, y pertenecía a Carlos Manuel de Céspedes, a quien veneró Leal como piedra angular de la independencia patria y ponderó desde la investigación historiográfica – recordemos su ensayo introductorio y los apuntes realizados cuando vio la luz el Diario Perdido del Padre de la Patria.
En la casita de Martí, en el corazón de La Habana Vieja, sufría como propio el martirio del joven José Julián, al observar el grillete que con pesada cadena debió arrastrar en el presidio a causa de sus tempranas ideas libertarias. Muchas veces se refirió a ese joven “herido en lo más íntimo de su ser por una condena injusta que él aceptó como premio y castigo a su temprano amor por Cuba. El yugo abrió en su piel – y en lo más íntimo de su condición humana – una herida que no sanó nunca. La joya que más apreció fue precisamente un anillo de hierro, forjado con aquel fragmento del grillo que un joyero había fundido para él, matrimonio simbólico, con una esposa superior a toda pasión carnal. !La esposa era Cuba, su amor infinito!”
Ante tamaño sacrificio, Leal solía conmoverse y expresar reiteradamente que Cuba puede presumir de muy insignes héroes y patriotas, pero Apóstol había sólo uno:
“¿Cómo no considerarlo Apóstol, si vivió no en francachelas ni en disipaciones, sino entregado por completo a un apostolado de convencimiento que le llevó a prescindir de todo cuanto es amable a un hombre: el amor carnal, la familia, el amor por la belleza, por los libros bellos, por la buena mesa?”
Ese ejemplo de entrega al prójimo y a Cuba, su patria amada, prendió en el alma de Leal para siempre, desde los años escolares. Fue una obsesión suya el rescatar la escuela de Rafael María de Mendive, en la calle Prado, número 88. El director del Colegio San Pablo, fue “un sembrador de ideas y de inquietudes. Cuando terminaban las clases, los alumnos subían a la casa particular y asistían a los pequeños conciertos, a lecturas de poesía del maestro que también era poeta. El maestro ejerce una profunda influencia en ellos.”
¡Cuánto lo reconfortó disfrutar del espectáculo esperanzador de niños asistiendo nuevamente a clases en el colegio de Martí, en la calle Prado, Número 88; de pioneros que podían descubrir el expediente escolar del autor de La edad de Oro y desarrollarse en esos mismos predios! Sabía de la poderosa influencia que ejerce un maestro sobre sus alumnos, animado por la filosofía del pedagogo Mendive, tan bien descrito por el Apóstol:
“Y ¿cómo quiere que en algunas líneas diga todo lo bueno y nuevo que pudiera yo decir de aquel enamorado de la belleza, que la quería en las letras como en las cosas de la vida, y no escribió jamás sino sobre verdades de su corazón o sobre penas de la Patria? (…)”.
Con el corazón y con la Patria, son las tempranas virtudes martianas que abrazó Leal. De Martí también recibió las claves de un proyecto de restauración del Centro Histórico habanero que no se realiza para contemplar hedonistamente los valores arquitectónicos y urbanísticos de la capital. El ser humano es su primer objetivo y el eje que vertebra toda noción de desarrollo local: “El Apóstol nos convoca a luchar por la justicia social – afirmó –, por la igualdad de los hombres, por la dignidad plena y absoluta de la mujer.”
Hoy comprendemos, por el carácter que fue adquiriendo su obra mayor – la rehabilitación de La Habana Vieja –, que cualquier camino debía llevarle a Fidel Castro. El líder de la Revolución cubana fue su interlocutor ideal y se trataba también de un martiano confeso, que en 1953 declaró al Apóstol como el autor intelectual del movimiento revolucionario que conquistó la definitiva independencia:
“El héroe del Moncada lo tuvo por figura fundamental. Lo buscó ansiosamente con los testigos de aquel tiempo para saber de aquel pensamiento y de aquella idea, y desde entonces nos obsedía el principio: unidad, unidad, unidad… Solo Fidel pudo alcanzarla desde el poder político. Cuando se vive en la clandestinidad o en la insurrección, solo se puede planear y soñar. Solo el poder permite cambiar la sociedad y la historia.”
A inicios de la década del noventa, el Comandante en Jefe le preguntó, sobrevolando la ciudad de Cartagena de Indias, ¿qué más podemos hacer por salvar La Habana Vieja? Y no faltaba ocasión en que Leal recordara ese instante preciso. Ello derivó en que Fidel, personalmente, trabajó como el abogado que era, en la creación de un Decreto Ley que concedió soberanía en la autogestión y consolidó el principio de autoridad de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, para salvaguardar el Centro Histórico declarado por la UNESCO, en 1982, Patrimonio de la Humanidad.
“El Decreto-Ley No. 143 de 1993 cambió la historia – me confesó en una de las tantas entrevistas que tuve el privilegio de realizarle –, y fue, sin lugar a dudas, el documento jurídico más avanzado en cuanto a la protección del patrimonio cultural que jamás se hizo.” La historia posterior es más reciente. Cientos de sus colaboradores defienden hoy desde la Oficina de Historiador ese legado, con una inspiración clara. Para obrar bien y para hacer de las ruinas obras de salvación, no solo del patrimonio sino también de la sociedad, la pasión martiana nos ronda.
Leal, José Martí tuvo una estrecha relación con esta ciudad y cuando desde la lejanía miraba hacia Cuba, su patria amada, en buena medida contemplaba a La Habana. ¿Cómo era la ciudad para Martí?
Él decía que los temas de La Habana los llevaba personalmente y tenía razón. La Habana era muy importante, tenía mucho peso en la Cuba de su tiempo y en el nuestro. Entonces, esa ciudad de Martí es la ciudad en cuyo nombre generaciones que lo han continuado, han tomado sus símbolos y sus valores para llevar adelante una causa nacional y universal que es la de alcanzar toda la justicia posible. Es por eso que la Casa Natal, la Fragua Martiana, su monumento en el Parque Central, el de la Plaza de la Revolución, todos son hitos de su paso por la historia, vivo o en espíritu.
La Habana sigue siendo su ciudad. Los asuntos habaneros tiene que seguirlos llevando Martí con su sentido de la ética, con esa urgente necesidad de predicar – más que el defecto y lo oscuro –, la virtud ciudadana, la concordia familiar y generacional, la compatibilidad de intereses de todos los que habitan en una urbe que, en tiempos de Martí, tenía si acaso 200 mil habitantes y que hoy tiene 2 millones y medio o quién sabe cuántos habitantes, porque nunca sabemos la cifra exacta.
Solo sé decirte que cuando salgo a la calle me doy cuenta de que somos muchos para obrar bien por nuestra ciudad.
¿Cuáles serían esas virtudes y tipicidades de la habaneridad que hoy podemos exhibir?
Se dice y a veces es una consigna un poco pesante, por repetitiva, que La Habana es la capital de todos los cubanos. Es cierto que es una redundancia: La Habana es la capital.
La Habana es una ciudad hospitalaria. Todo lo que se diga en contra de eso es incierto. Inclusive, cuando escuchamos a algunos denostar de la presencia de cubanos de otras provincias, olvidan su carácter de capital y su carácter cosmopolita. Es así y tiene que ser así.
Quizás el desarrollo del país y las necesarias medidas que impidan que La Habana se convierta en lo que son otras capitales latinoamericanas, – espacios infernales donde nada más pueden disfrutar del sentido de la ciudad los que viven en su centrum y no en su inmensa y dramática periferia – lleguemos a la conclusión de que ha sido y es una ciudad hospitalaria, que recibe.
Guardo en mi memoria cómo acogió esta ciudad a la Revolución, a los alfabetizadores, a los campesinos, cómo nos recibió y recibe cada vez que salimos a luchar por la economía, la paz, la libertad… y regresamos a ella.
La Habana es una ciudad que tiene esos valores no solamente como una atribución constitucional y formal, sino también porque en la Habana ha vivido gente de todas partes del mundo; ha sido un crucero en el Mediterráneo americano.
¿Cómo podemos hablar de La Habana sin reconocer la presencia en ella de todo cuanto vale y brilla de cada una de las naciones latinoamericanas y del mundo? En ese sentido, podemos sentirnos dichosos de que pasados cinco siglos, nuestra ciudad mantiene aquella vigencia que se dio el primer día cuando un grupo de recién llegados se plantaron junto a un árbol y dijeron: esta es la aldea, este va a ser el campamento, esta será la villa, esta será la ciudad, esta será la capital. Y así fue: ellos lo soñaron y las generaciones futuras lo consumaron hasta hoy.
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