La Virgen de la Caridad, un clásico del cine iberoamericano
8 de septiembre de 2020
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Transcurrieron nueve décadas desde la memorable noche del 8 de septiembre de 1930 cuando en el cine Rialto de La Habana se exhibió por primera vez La Virgen de la Caridad, largometraje dirigido por Ramón Peón (1897-1971), uno de los pioneros del cine cubano. Su primer historiador, Enrique Agüero Hidalgo (1890-1975) había obtenido con La Virgen de la Caridad el premio de un concurso de argumentos originales convocado por el diario El Mundo. El objetivo del certamen era restituir su deteriorada imagen y evitar que el ultrajado público lo culpara de complicidad en un gran fraude. El conocido periódico intervino en la campaña publicitaria de Lionel West, un supuesto cineasta norteamericano, que se proponía convertir a La Habana en el «Hollywood del Caribe» y no tardó en descubrirse que era un hábil estafador al desaparecer con el dinero de los aspirantes a actores.
A pesar de su título, el argumento triunfador no aborda un tema eminentemente religioso. Peón, vinculado con Antonio Perdices a otro fanático del cine, Arturo del Barrio (Mussie), dueño de una posición económica ventajosa, con las iniciales de sus apellidos conforman el nombre de la Sociedad Anónima b.p.p. Embriagada con el éxito de su primera producción, El veneno de un beso (1929), la compañía emprende la filmación de La Virgen de la Caridad, destinada a convertirse no solo en su última producción, sino en la más importante generada en la isla por el cine comercial pre-revolucionario y la mejor obra en la prolífica filmografía de Peón. El amor de una pareja obstruido por un canalla inescrupuloso habría originado una obra intrascendente por lo arquetípico de los personajes y los elementos melodramáticos de la trama, abuela sufrida incluida.
La sinopsis argumental urdida por Agüero Hidalgo y traducida en términos de guion por Peón se caracteriza por su simplicidad. Yeyo vive con su abuela Ritica en la finca La Bijirita. Ella se entristece al recordar a su hijo que muere en la guerra de independencia en forma heroica. Para alegrarla, Yeyo la lleva a una fiesta a la que quiere ir para ver a Trina, su amor secreto. La joven llega acompañada por su padre, Don Pedro del Valle, el cacique del pueblo, quien piensa que Yeyo es poca cosa para su hija. Tiempo después, durante las fiestas del santo del pueblo, reaparece Guillermo Fernández, hijo de un poderoso terrateniente ganadero, que se interesa por Trina, sobre todo al saberla hija del prominente hombre. Fernández, junto con Matías, un campesino malvado que odia a Yeyo, maquina la forma de despojar de la finca a sus legítimos dueños. Aprovecha las buenas relaciones que establece con Don Pedro y le pide la mano de Trina. Este accede gustosamente y, de inmediato, deciden el día de la boda.
Mediante un mensaje, la joven pone a Yeyo al corriente de todo y le propone la fuga. Algo confundido, este lo consulta con su abuela, y ella, después de censurar esta acción, le aconseja implorar a la Virgen de la Caridad del Cobre para que lo “ilumine”. Al comenzar la oración, Nicomedes, dueño de la casa donde se refugian al ser desalojados, se dispone a colocar un cuadro en el lado opuesto de la pared sobre la cual cuelga la imagen de religiosa, que tras golpear la pared, cae y se deshace en varios pedazos; Yeyo descubre entonces detrás del cuadro, la propiedad de la finca, escondida allí por su abuelo. Cabalga hacia el pueblo para detener la boda forzosa de Trina con el infame Fernández, y que se haga justicia; a tiempo se salva la propiedad y la amada. Luego de desenmascarar al villano, el padre de la muchacha finalmente lo acepta como yerno.
El reparto de esta significativa producción, rodada en los Estudios de la B.P.P. Pictures, lo integraron: Miguel de Santos (Yeyo), Diana V. Marde (Trina), la veterana Matilde Mauri (Ritica), Francisco Muñoz (Don Pedro del Valle), Guillermo de la Torre (Fernández), Roberto Navarro (Matías), Estela Echezábal (Rufina), Catana (Laura del Río), Julio Gallo (Canuto), Francisco Herrero (Nicomedes), Ernesto Antón (Hortensio) y Rafael Girón (El Juez).
Ramón Becali despliega una amplia campaña promotora durante los días precedentes a su primer contacto con el público, a quien en los textos que publicó reclamaba indulgencia y una actitud desprejuiciada al juzgarla: «Es un cuadro netamente cubano, pleno de belleza natural y de un verismo típico, encantador» (El País, 7 de septiembre de 1930). Ese mismo día, el respetado crítico José Manuel Valdés-Rodríguez, publica sus criterios en una crónica de El Mundo: «Es el primer intento cinematográfico verdaderamente logrado en nuestro país con dinero, directores, artistas, fotógrafo y personal cubano. El Ambiente, el contorno que rodea la acción, está muy bien. El pueblo es un verdadero pueblo de campo cubano». Treinta años después reitera: «Tiene un valor intrínseco en el orden fílmico, no solo como obra de la época en Cuba sino en Hispanoamérica. Siempre la hemos juzgado obra estimable, digna de atención, hasta el punto de representar en buena medida una orientación justa del cine nacional. Allí hay cine, puro cine, como no hubo en la mayoría de los filmes posteriores» (El Mundo, 8 de septiembre de 1961).
El dominio del lenguaje cinematográfico por Peón, también editor de la película, evita incurrir en las imperfecciones existentes en sus títulos anteriores que, a juicio de Valdés-Rodríguez, no merecen idéntica atención y aprecio. La reproducción fidedigna de la atmósfera de una vivienda campesina cubana, con toda la riqueza de su ambientación, es un mérito del escenógrafo Ernesto Caparrós (1907-1992) otro pionero del cine criollo. Las funciones de asistente de dirección fueron asumidas por: Max Tosquella (1890-1975), uno de los tantos soñadores con una industria cinematográfica nacional. Las actuaciones se caracterizan por la discreción y la desigualdad de intérpretes de diversa procedencia. El lastre escénico se percibe en algunas composiciones de los actores —sobre todo en los interiores de la vivienda de La Bijirita— más propias de la escena que de la pantalla.
La cámara del bejucaleño Ricardo Delgado, lejos de permanecer estática casi todo el tiempo, realiza algunos movimientos en determinados momentos. El historiador Raúl Rodríguez subraya en su libro El cine silente en Cuba (1992), el carácter excepcional de este filme —único conservado completo en la Cinemateca de Cuba de la producción de ficción generada en aquella etapa—, en el contexto de la producción comercial realizada antes de 1959 y de la filmografía del propio Peón: «La versión fílmica muestra frescura —visto, claro está, a la luz de la época—, un mensaje dinámico y actuaciones aceptables. Además, aunque este no haya sido precisamente su propósito, presenta el desalojo, los manejos de los terratenientes para despojar a los campesinos de sus tierras, la vida de nuestros hombres del campo o, dicho en otros términos, pone de manifiesto la lucha de clases».
El célebre historiador francés Georges Sadoul (1904-1967), en visita efectuada a Cuba en 1960, invitado por el entonces naciente Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, recibe una grata impresión del nivel técnico y estético de La Virgen de la Caridad, que califica de neorrealista. El fotógrafo catalán Néstor Almendros, quien asistiera a esa proyección en una pequeña salita del Edificio Atlantic (hoy ICAIC), manifiesta su sorpresa tras el visionado de este título en un artículo de su libro Cinemanía (1992): «Excelente fotografía, interesantes decorados y localizaciones, montaje profesional, argumento con suspense. La interpretación “estilizada” no era peor que en la mayoría de las películas mudas americanas y europeas. La última secuencia era brillante, con sus acciones paralelas a ritmo in crescendo, movimientos de cámara bien ejecutados y primeros planos a lo Griffith soberbiamente montados. Aquella tarde tuvimos todos la revelación de que Cuba tenía en Ramón Peón, el director de La Virgen de la Caridad, un artista visual, un narrador de excepcional talento».
El duodécimo título en la carrera del incansable Ramón Peón admite la comparación con las películas producidas en el período en otros países del continente. Las obras del resto de las cinematografías nacionales menores de la misma época, no prevalecen sobre este filme, no obstante la simplicidad argumental y el insuficiente rigor técnico. Con sus intertítulos en español e inglés, alguna nota humorística aportada por los cuidados personajes secundarios, el candor de las interpretaciones, La Virgen de la Caridad conserva aún, al cabo de los años, el encanto de lo genuino. Es un clásico de imprescindible conocimiento para emprender cualquier investigación histórica de la cinematografía iberoamericana.
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