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De la ciudad al campo

1 de agosto de 2020

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240_F_218253168_3pgYqdTd8yXAmBVGoFEshgCiA1UfhLBaAmó a la naturaleza. La amó en su inmensidad benefactora, en sus respuestas peligrosas. En la niñez y adolescencia solo vio ríos voluntariosos, montañas aprendidas a escalar. Conocía el nombre popular de las plantas, conocía sus atributos para sanar, enfermar, matar. Por los trinos, diferenciaba a las aves. Por los ruidos en los matorrales, sabía si el majá estaba cerca. Creció bajo las voces de los familiares. Una familia larga donde los padres, tíos, abuelos poseían idénticos ojos azules, sostenidos en ella y los primos.
Ella se transfiguraba al escuchar en las noches, los cuentos de los mayores. Aquellos llegados de otra isla, una isla pedregosa y lejana que soñaba conocer. Pero la criaron para ser mujer, mujer de un solo hombre. Mujer cocinera, mujer lavandera, mujer que cargara el agua del río, cuidara la cría humana y la animal. Que sembrara las yerbas curativas y las que sazonaban los potajes. No pudieron emborronarle de barro la inteligencia y la naturaleza le descubrió sus secretos y cuando ya con hijos agarrados a la saya la alfabetizaron, con una letra grande guardó en las libretas, su sabiduría.
También estaba construida para aceptar los cambios del progreso, aunque no los asimilara porque la naturaleza le enviaba avisos premonitorios. Los hijos se fueron detrás de los estudios y los nietos le nacieron lejos. Esos nietos si huyeron del trajín con los bueyes y los caprichos de las sequías y los ciclones. Les contaban sus aventuras en sus breves y esporádicas visitas. Hasta alguno llegó a la isla pedregosa de los fundadores de la estirpe en que la tierra de lava da abundantes cosechas. Cuando ella, lenta ya en el hablar no así en la inteligencia, sacaba de las viejas libretas sus experiencias, a palabras dulces le callaban la palabra.
Apenas ve las imágenes de la TV porque hay ojos rebeldes que ni la cuchilla ni el láser logran remendar. Ya no puede leer las letras grandes escritas en las libretas. No lo necesita. Allí trasladó sus saberes y todavía le sigue preguntando a lo que ahora llaman Medio Ambiente. Tiene todas las respuestas para ese par de nietos regresados sin aviso previo. Llegaron con rostros miedosos y voces suplicantes. Pedían un pedazo de tierra. No les preguntó. Les daría la tierra, las libretas y los consejos. Al parecer, la ciudad se les había vuelto engorrosa, muy engorrosa.

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