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Prórroga de la violencia

27 de mayo de 2020

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Cárceles de El Salvador, Guatemala y Honduras han vuelto a ser escenarios de hechos violentos, protagonizados por el exceso de represión a reclusos que protestaban por la deficiente ayuda sanitaria ante la pandemia de la COVID-18, que ha ocasionado la muerte a cientos de ellos, así como la persistencia del cada vez mayor hacinamiento y la mala calidad de los alimentos.

Muchas de estas cuestiones son pasadas por alto, debido a que gran parte de la población ha sido alimentada con la naturalidad de que se elimine a estos delincuentes, productos del abandono social de los gobiernos de turno, envueltos en luchas intestinas y en guerras de envergadura, que han durado décadas.

Es lo de nunca acabar, porque las autoridades, independientemente de su sesgo político, no han podido o querido legislar y actuar para por lo menos disminuir la larga y dolorosa brecha social, alimentando una violencia que seguirá presente durante otros muchos años.

Entre esos delincuentes sobresalen los conocidos como maras, nacidos en California, pero con cuna principal en El Salvador, a donde, según CNN, llegaron paramilitares financiados por el gobierno norteamericano para que fueran exterminados.

Pero los “mareros” tienen también protección en elementos que manejan las riendas políticas y la utilizan a su conveniencia, aprovechando las ganancias provenientes de hechos delictivos, que tienen diferentes modalidades.

Una de éstas, la más antigua, es el hurto de automóviles y su “legalización” en el mercado de vehículos usados, que sufrió un duro golpe cuando el gobierno salvadoreño llevó a cabo con éxito la llamada “Operación Jaque”, ocasión en la que fueron incautados centenares de autobuses, automóviles, camiones y motocicletas, y resultaron apresados varios líderes, pero la mayor parte del dinero obtenido desapareció “misteriosamente”.

Entre las formas más comunes para “blanquear” dinero ilegal está la compra de inmuebles a través de testaferros, práctica que se ve facilitada por la falta de regulaciones en la región para las transacciones financieras.

Además de viviendas, estas propiedades muchas veces son utilizadas para emprendimientos comerciales como restaurantes, hoteles, bares, etc.

Lo que comenzó como un mecanismo de extorsión, en el que se le pedía a un comerciante dinero a cambio de garantizar su seguridad, derivó en una red de lavado. La más importante de los entes delincuenciales, la Mara Salvatrucha 13, además de cobrar por el uso de un local o puesto en una feria, provee los productos a quienes los venden con un enorme margen de ganancia que va, en su mayor parte, a la organización.

Al manejar tanto dinero, en algunas ciudades de la vecina Honduras la Mara Salvatrucha ha adoptado el papel de prestamista. Al no exigir ningún tipo de requisito, lo hace con una enorme tasa de interés que puede llegar a ser del 30% diario. Si la persona no devuelve el dinero sabe que puede llegar a pagar hasta con su propia vida.

Por último, gracias a su despliegue, obligan a sus víctimas a ingresar o a transferir dinero obtenido de manera ilegal a distintas cuentas bancarias. Incluso han utilizado sencillos sistemas de envío de remesas para mover recursos entre distintos países.

Al no concentrar este tipo de operaciones, sino diversificarlas y manejar siempre pequeñas cantidades, resulta muy difícil descubrir quienes están involucrados.

La permanencia de la violencia se debe tanto al éxito como al fracaso de los acuerdos de paz en El Salvador y Guatemala, mientras que en Honduras tiene un matiz diferente, pero igualmente peyorativo.

Los antiguos enemigos de guerra han usado repetidamente la política de seguridad con fines electorales, buscando satisfacer la demanda pública de mano dura contra las pandillas. Si bien el gobierno ha cambiado de manos, las mismas estrategias de seguridad han persistido. Las detenciones masivas, el encarcelamiento, así como la militarización de las labores policiales se han convertido en la moneda corriente.

En privado, altos funcionarios lamentan los efectos perjudiciales que estas medidas represivas han tenido sobre los sobrecargados tribunales y la policía en el terreno.

Se han elaborado planes para evitar que los jóvenes de barrios marginales caigan en la amenaza de las pandillas. El más reciente de ellos, el Plan El Salvador Seguro, fue lanzado por el anterior gobierno como una estrategia integral para restaurar el control territorial del Estado. Pero a medida que se disparó la violencia tras la desintegración de una tregua con las pandillas, las medidas extremas de reclusión penitenciaria y las redadas policiales han vuelto a ser los métodos predominantes para frenar la amenaza criminal. En paralelo, las acusaciones de brutalidad policial y ejecuciones extrajudiciales se han multiplicado.

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