María de los Ángeles Santana (XLII)
3 de abril de 2020
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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.
María de los Ángeles Santana continúa sus evocaciones del año 1942, cuando conoce a Julio Vega Soto, con quien inicia un novelesco romance.
A veces, si yo terminaba de trabajar tarde por la noche, en la CMQ, contábamos con otra distracción al sentarnos en los «aires libres» del Paseo del Prado, abarcadores de una serie de bares y cafés que empezaban debajo de la marquesina del hotel Saratoga y se extendían hasta las inmediaciones del teatro Payret, los cuales animaban populares orquestas, entre ellas algunas femeninas, como Ensueño, Hermanas Álvarez y Anacaona.
La característica principal de tales establecimientos consistía en que nadie molestaba al vecino. Cualquiera pensará que por su proximidad los asistentes podían atormentarse con la música de las orquestas en sus respectivas áreas, lo cual no sucedía dado que el espacio era abierto y la vida no resultaba tan ruidosa. Tan pintoresco punto de la bohemia habanera se convirtió en sitio de reunión obligada para numerosos artistas que, tras nuestro trabajo en distintos teatros y radioemisoras, íbamos a recrearnos un poco en «los aires libres» del Prado, donde llegamos a realizar verdaderas peñas.
Los propios camareros de esos cafés respetaban las mesas en que uno acostumbraba a sentarse y advertían a los nuevos concurrentes: «Por favor, no se siente aquí. Es la mesa de Fulano o de Mengana…». Y no solo era el lugar que agrupaba a una considerable parte del mundillo del espectáculo para conversar acerca de estrenos y giras, sino también a periodistas, que se informaban acerca de los más recientes sucesos en la farándula o de planes de los artistas. Con suma frecuencia allí podía localizarse a Augusto Ferrer de Couto y a los restantes periodistas que a diario tenían secciones en los diarios de la capital y cuya lectura significaba una especie de rito para miles de personas.
Sin tratar de embellecer esa etapa, de acallar defectos que han existido en cualquier época y posteriormente tratan de evitarse, subsanarse o taparse, pienso que «los aires libres» del Prado eran un sitio agradable y ajeno por completo a la intriga, a la envidia, que luego afectaron al sector artístico al inaugurarse en 1950 la televisión en Cuba. Si bien ella significó un signo de progreso en la nación y ofreció al público hermosos programas, desencadenó una competencia desmedida que en más de una oportunidad conllevó a despreciables reacciones humanas.
Ambos nos sentíamos también extraordinariamente felices cuando al finalizar mis labores en la CMQ, ya avanzada la noche, íbamos en la motocicleta a parajes aislados, hacia algunas playas, donde nada más solían darse cita parejas deseosas de disfrutar el romanticismo surgido en tales circunstancias. Aún evoco con satisfacción aquellas horas, eran para mí las mejores, pues siempre sentí gran atracción por la noche, me encantaba vivir las madrugadas refrescantes de La Habana, en las cuales la gente con que uno se relaciona dan una sensación astral y están desprovistas de las luchas del prosaico vivir bajo la luz del sol.
Como casi todo mi trabajo generalmente concluía tarde, mi verdadero yo empezaba a vivir en medio de la noche carente de bullicio, sin muchas personas alrededor, lo cual lograba al recorrer el Malecón en la motocicleta con Julio, al transitar ambos por carreteras prácticamente desiertas y terminar parqueando a la orilla del mar y oír el rumor de las olas, que nos sitúa en otra galaxia, le da una belleza singular a la intimidad y le hace olvidarse a uno del tiempo, a ratos sin decirse una palabra, sensaciones que probablemente por su trabajo él no había experimentado antes con otra mujer.
En todo momento la noche ejercería sobre mí una atracción fascinante, que tal vez sea una influencia de mi propio nacimiento a las dos de la mañana, contemplando a un mismo tiempo la luna, las estrellas y la luz eléctrica. No mucho después, ella contribuyó a avivar mi imaginación, porque de bebita, según contaba mamá, si me despertaba en la madrugada tenían que arrullarme con una canción de cuna a media voz o narrarme uno de esos cuentos llenos de la fantasía que enriquece la vida de un niño y de adulto le permite seguir viviendo al intentar convertir su vieja ilusión en realidad.
Quizás esas sean las causas de mi amor por la noche y la madrugada. En eso nunca estuve de acuerdo con Julio, que toda la vida se sintió atraído por la luz solar, por la vitalidad, cuya importancia nunca dejé de reconocer. Pero prefería el silencio, el recogimiento, la penumbra acogedora que tanta paz deja en el alma.
La opción de mantener cada uno su criterio y lo defendiera fue uno de los aspectos que propició un equilibrio desde el comienzo de nuestra relación: es el único modo de que cada ser humano no pierda su personalidad, sin por ello imposibilitarlo de entregarse al amor. No obstante, logré torcer un poco la vida de Julio en el sentido de hacerlo abandonar la costumbre de frecuentar amistades y lugares de distracción que no eran de su conveniencia para ir identificándose con los míos y, sobre todo, penetrar en un medio como el del arte, por él desconocido.
Paulatinamente, surgiría en su espíritu una necesidad del nuevo mundo que coloqué delante de sus ojos: Se intensificó su afición hacia la música y, siguiendo su propia voluntad, cultivó amistades, no sólo entre mis colegas más allegados, sino que efectuó una selección de sus propios afectos entre compositores, cantantes y actores. Esa actitud resultó favorable en su vida, después de haberle explicado yo que, si bien en el complejo medio artístico abundaban personas distantes de la educación y los principios de uno, también existía gente más honesta y diáfana que los que nunca pisaban un escenario.
Al conocernos, Julio tenía 32 años y era un hombre que se enrolaba a lo loco en muchos planes, pero al iniciarse nuestro romance le enseñé a calibrar la responsabilidad adquirida ante un compromiso y empezó a serenarse, principalmente a partir de la fecha en que decidimos casarnos.
(CONTINUARÁ)…
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