María de los Ángeles Santana (XLI)
27 de marzo de 2020
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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.
Para María de los Ángeles Santana significa a un momento especial retroceder al año 1942 y evocar el inicio de su romance con Julio Vega Soto, quien a partir de entonces será su alter ego. Son meses que abarcan desde el descubrimiento de gustos comunes hasta las relaciones surgidas entre las familias de ambos.
Es común que los padres se coloquen en actitud de alerta con respecto a las relaciones sentimentales de los hijos. En mi caso, no sucedió tanto con mi madre que, como buena camagüeyana, era dada a acoger con dulzura a las personas que ofrecieran cariño a sus hijas. Ella empezó a manifestar cierta gratitud hacia Julio al yo comentarle lo que él significaba en mi vida como compañero de paseos, de fiestas y su gentileza al esperarme a la salida de la CMQ, en cuyo costado tenía un negocio de automóviles de alquiler, para luego ir a algún sitio o traerme de vuelta a la casa. Después de conocerse, mamá empezó con sus mimos de mujer hogareña, de mujer que en el pasado deseara concebir un hijo, al que vio retratado en Julio, quien, por otra parte, supo ganarse su afecto y sus atenciones.
Mi padre reaccionó distinto, asumió una actitud de desconfianza. Por ser hombre conocía bien la abundante maldad en las calles y los peligros que podía correr una muchacha. Día tras día analizaba las proyecciones de mis vínculos con Julio y les quitaba la pátina azucarada de las frases de los enamorados en un intento de llegar al fondo de la verdad. Empezó a invitarlo a su consultorio de la calle Acosta, donde le enseñó cuestiones primarias de la Medicina como tomar la presión arterial, poner inyecciones intravenosas e intramusculares con el premeditado fin de observarlo de cerca, de estar más a solas con él y poder ahondar en la esencia de la persona que constantemente hacía soñar a su hija menor.
La relación de Julio con sus padres resultaba distinta a la que yo mantenía con los míos, era más abierta; quizás por ser el único hijo varón todo se lo perdonaban. En mi suegro encontré una persona solidaria; me abrió los brazos con una limpidez extraordinaria, pero la madre fue recelosa al inicio. Se había acostumbrado a verlo acompañado por distintas mujeres que no siempre fueron las mejores y, al insertarme yo en sus vidas, arrastraba el prejuicio social de ser artista; me encontraba auroleada por criterios que para ella eran casi pecaminosos en esa época. A la larga fui muy querida por los familiares de Julio, principalmente por su hermana Evangelina, que me fue incondicional en momentos difíciles de enfermedades mías o de mis allegados.
En el comienzo de nuestro romance uno de los pasatiempos fundamentales se basó en pasear en su Harley Davidson, la cual siempre condujo hasta que un día me colocó delante de él para enseñarme el control de los mandos, de los pedales y así poder gobernar la velocidad, la potencia, de aquella máquina infernal que se había convertido en algo importante en nuestras vidas. En esas prácticas, partíamos de una agencia de automóviles situada cerca del Malecón y la Avenida de los Presidentes y desde allí nos encaminábamos hasta el Castillo de la Punta, en La Habana Vieja.
Mientras manejaba la motocicleta, con Julio detrás, siempre conversaba a lo largo del trayecto y muchas veces me vi obligada a subir el tono de la voz, ya que la fuerza del aire le impedía escucharme bien. Durante uno de esos paseos, aprovechando que disminuí la velocidad, Julio abrió las piernas y se bajó al considerar que no existía otro recurso para que yo perdiese el miedo a manejarla sin su compañía. Me enardecí al darme cuenta de lo sucedido, no sólo a causa de su determinación de abandonarme, sino también por dejarme hablando a solas, como si estuviese loca. Sin embargo, me envalentoné, experimenté cierto orgullo ante la velocidad lograda e hice el recorrido sin ningún tropiezo.
Aunque de una forma más suave, a partir de ese trance me sentí confiada para dominar aquella bestia rodante y me convertí en la primera mujer que los habaneros vieron pasear por las calles y carreteras en una Harley Davidson, que son enormes y estaban consideradas el summun de la velocidad, de la fuerza, e incluso a muchos hombres les costaba esfuerzo conducir. Posteriormente sucedió lo que acontece cuando una persona se lanza en una empresa determinada y recibe elogios y críticas desfavorables: otras mujeres se interesaron por manejar motocicletas y siguieron mi ejemplo.
Al guiar la motocicleta nunca reparé en la velocidad registrada por el contador, me encantaba la sensación que provocaba en mí y jamás sufrí un accidente. Es una experiencia beneficiosa, no solamente por uno sentirse dueño de algo que nada más responde a sus instintos, a su pericia, sino porque la emoción de la velocidad deja después una energía que se transforma en cierta fuerza interior y nos permite formular esta pregunta: «¿Si he sido capaz de controlar este vehículo cómo no voy a poder dominar un ser que piensa, ríe, llora y se llama espectador?» En tal sentido la motocicleta me dejó una huella provechosa, pues antes de manejarla sola fui medrosa hacia cuestiones que no estuvieran acordes con mi sexo y mi edad, requería de un aprendizaje más lento para encararlas. Y tras la debida preparación como motociclista, Julio me instruyó en el manejo de automóviles.
Por mi parte, le enseñé otras cosas, entre ellas a nadar, algo que nunca había hecho. Le dije:«Si para permanecer a tu lado es importante saber conducir una Harley Davidson, en mí deja mucho que desear que una persona no disfrute y ame el mar. Debes perder el temor que le tienes y tomar la decisión de meterte en sus aguas». Lo hizo y, además, me acompañó a competencias de natación en que yo participé en el Club de Aviación, ubicado en el Bosque de La Habana, el cual contaba con una piscina olímpica en la que satisfacía una de mis grandes pasiones: tirarme de los trampolines. En otras jornadas, nadé largos tramos en Varadero y desde áreas próximas al teatro Blanquita y al hotel Riviera. De este último lugar nadé por todo el litoral con el fin de arribar al Castillo del Morro, lo cual fue en mi vida una osadía sin parangón e interrumpió, a punto de finalizar mi objetivo, la tripulación de una lancha patrullera que me advirtió de poderle servir de carnada a los tiburones.
(CONTINUARÁ)…
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