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Querido Daiquirí

13 de febrero de 2020

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Alrededor de Santiago de Cuba, tanto al este como hacia el oeste, se encuentran algunas playas que dignamente dan un respiro al sofocante calor de la zona: Daiquirí, Juraguá, Siboney, Marverde y Caletón Blanco, son algunos exponentes de lo dicho.

Pero deseo detenerme en una de ellas: Daiquirí. Apelativo que puede llevarnos de inmediato a muchos escenarios. Seguiré en cierta medida el recorrido mental y emocional de mi encuentro con este sitio y sus derivaciones.

Ya hace muchos años como incipiente especialista minero, visité la zona para conocer de primera mano el lugar donde aún antes de que comenzara el siglo XX ya se extraía mineral de hierro que se exportaba hacia los Estados Unidos. Todavía se apreciaban las ruinas de lo que, desde finales del siglo XIX y hasta el primer cuarto de siglo XX, fue una industria extractiva que había operado con aceptable tecnología de época, ferrocarril y embarcaderos propios y donde no faltaron los sinsabores de los menesterosos.

Supe que en 1898 por este sitio se efectúo el desembarco de las tropas norteamericanas que supuestamente venían a ayudar al golpe final de los mambises sobre el ejército colonial español y que después se constituyeron en tropas de ocupación. Desde allí y auxiliados todo el tiempo por nuestros valerosos destacamentos rebeldes que operaban con éxito en la zona, esas fuerzas se reagruparon para los conocidos combates de Santiago de Cuba, durante la guerra hispano-cubano-americana.

Y temprana e inevitablemente, supe también que existía un coctel cuya fama se había ido por sobre las fronteras de nuestro archipiélago y respondía al mismo nombre de la playita y sitio minero que ya he mencionado. Y entonces entendí de donde venían las anécdotas, más bien leyendas, sobre el surgimiento del calificativo de la bebida que mezclaba ron, azúcar y limón; y que en los últimos meses del siglo XIX, cobró vida propia, cuando supuestamente un sudoroso militar norteamericano le agregó hielo para refrescar y la rapidez de un joven militar mambí presente, quien sugirió emocionado que se conociera para todos los tiempos con la denominación aborigen que identificaba el lugar.

Y la masiva presencia norteamericana en ese entorno geográfico puede darnos una idea de por qué en fecha tan lejana como 1920, ya el coctel Daiquiri se conocía en los Estados Unidos, cuando aún gateaba en los predios cubanos. “Here’s the old jitney waiter. If you ask me, I want a double Daiquiri” (Aquí está el viejo camarero. Si me preguntas, yo quiero un Daiquirí doble), escribió Francis S. Fitzgerald en ese mismo año, en su novela Al Este del Paraíso. Esta referencia es aceptada como su primera mención pública fuera del contexto cubano.

El coctel Daiquiri natural del monte minero se había desplazado con celeridad hacia Santiago. Dicen que allí le echaban más hielo y más azúcar. Y que cantineros estrellas del momento lo hicieron aparecer en el escenario habanero, donde con un toque de magia, un catalán aplatanado –Constantino Ribalaigua Vert- a quien llegaron a conocer como el rey de los cocteleros, le agregó unas gotas de marrasquino, desbarató el hielo para convertirlo en nieve y junto con el azúcar, el ron blanco y el zumo de limón, lo batió en batidora eléctrica para luego derramarlo con distinción en una copa baja de champán, le agregó un absorbente, y ya no hubo marcha atrás. El nuevo Daiquiri, el frappé, se hizo dueño de las noches cubanas y de los bares en las cuatro esquinas del planeta cuando vino al Floridita de Constantino un viejo gringo, quien ayudó a catapultarlo para siempre hasta una de las butacas privilegiadas de la coctelería internacional.

Y como apreciamos, Daiquiri no es solo una playa, una vieja mina abandonada, un sitio histórico, un paraje de ensueño, ni siquiera un coctel afamado. Daiquiri es también fiesta. Y como tal tiene reconocido el 19 de julio como Día Nacional del Daiquiri en los Estados Unidos. Es una fecha a la cual se le da una connotación inusitada. Ese día, se estimula que los lugares que habitualmente expenden Daiquiri, lo oferten especialmente, e incluso, se promociona para que las personas en sus casas lo elaboren ritualmente en familia o con amistades. No faltan las extravagancias: adicionarles una sombrillita, servirlos en vasos o elaborarlos sin alcohol para los niños.

 

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Y aquí también es fiesta permanente. El 21 de julio de 2012 fui invitado y testigo de excepción en el reconocido Bar-Restaurante Floridita de La Habana, cuando se homenajeó el 113 aniversario del escritor norteamericano Ernest Hemingway (aquel viejo gringo que en reciprocidad al aprecio y devoción que sintió por La Habana y su Floridita, los cubanos agradecidos hemos unido definitivamente su nombre y el lugar) con una competencia para elaborar el coctel Daiquiri más grande del mundo. Unos 30 cantineros, en una copa gigante, vertieron más de 80 botellas de ron Havana Club Añejo 3 años, unos 30 kilogramos de azúcar, 30 litros de limón, diez litros de marrasquino y más de 200 kilogramos de hielo frappé. Treinta y tres minutos bastaron para establecer la marca.

Y en las mismas descripciones anteriores se revela la respuesta de por qué tratamos al Daiquiri como algo querido, convertido ya en embajador leal y perenne que nos representa orgullosamente en cualquier rincón del mundo con su prestancia y elegancia.

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