El último mensaje
11 de enero de 2020
|El chispazo en el Huawei lo asustó. Era noche en La Habana y su madre sabía que en horas de trabajo no debía llamarlo. Ese día lo despertó en la madrugada una tristeza inexplicable. Y ahora esa llamada. Incumpliría las reglas. Contestó. “Tu abuelo se muere y te llama”. Interrumpió la conexión. El tiempo se detuvo en aquel oloroso y refrescante ambiente programado por él para las mañanas de este cubículo personal. Sintió calor. No estaba allí.
Un niño tomó de la mano a un abuelo. Suave, la presión. A los pocos años, la presión sirve para empujar carritos plásticos y levantar a un abuelo de la mecedora. La manita en la mano rayada por duros trabajos, transmitía el mensaje. “Me llevo al niño al parque”, dijo el anciano. Y alegres los dos, caminaron hacia la aventura del día.
El sol castigaba todavía. Abuelo y niño llevaban gorras de anuncios idénticos. Era un orgullo para el pequeño, una gorra igual a la del abuelo. El anciano comenzó a hablar. De la casa al parque había cuadras llenas de palabras. Él conocía a todos los vecinos por dentro y por fuera de la armadura del cuerpo. Pintaba de colores las paredes, esas paredes envejecidas y remendadas. Repetía y volvía a ser nueva la historia de la rama cortada de aquel árbol en que una niña se mecía, antes de ser mujer, esposa y cenizas antes de ser abuela.
El niño escuchaba lo escuchado y veía crecer al otro niño, adolescente, joven, anciano que ahora lo llevaba de la mano y que en un cuento real vacío de gigantes y princesas lloronas, lo integraba al barrio, a la ciudad que adoraba y respetaba. La única princesa de los cuentos era la muchachita del columpio que se repetía en las historias y aquellos niños que fueron sus alumnos y venían a saludarlo tardando la llegada al parque.
Tomó la decisión. Al diablo este puesto ganado en dura convocatoria por encima de los nativos y que le borró de la frente el cartelito de extranjero. Hablaría con el superior. Cualquiera que fuera la respuesta, partiría para La Habana, junto al abuelo. Se puso en pie. No dio ni un primer paso. Un calor entraba por sus manos y una paz desconocida le regaba el cuerpo. La alegría de un niño juguetón lo hizo sonreír. Sonó el teléfono. Sabía la noticia. Sabía también el significado de los versos martianos que el abuelo le dijo que un día comprendería y que hoy comprende y repite y repite: “Rápida como un reflejo, dos veces vi el alma, dos; cuando murió el pobre viejo, cuando ella me dijo adiós”.
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