María de los Ángeles Santana (XXXIII)
20 de diciembre de 2019
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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.
Mi carrera artística no comenzó en la radio o el teatro, en los cuales incursioné más tarde, sino en lo que aún es el máximum para un artista: el cine. Eso se lo debo a Oscar Zayas, mi «descubridor», que al presentarme a Ramón Peón le dijo:«Como deseas elementos desconocidos en la película, aquí está María de los Ángeles Santana para que le hagas una prueba cinematográfica, puede ser una gran atracción».
A pesar de mi temor hacia un medio que sólo conocía como simple espectadora, salí de ella satisfactoriamente, aunque debe de haber sido algo superior a mis fuerzas dar la impresión de seguridad delante de una cámara que registró cada uno de mis movimientos. Menos mal que con independencia de sus méritos por lo hecho dentro y fuera de Cuba, Peón sabía darse a querer al uno empezarlo a tratar y aceptó el desparpajo de los benditos años de la juventud, que ingenuamente me hicieron someter a esa experiencia como si estuviera acostumbrada a pasearme entre grandes figuras.
Sin embargo, la prueba siguiente me hizo temblar: debía cantar ante el maestro Gonzalo Roig, que, según comentaban, si se molestaba al encontrarse dirigiendo, tiraba la batuta y se iba. Me pidió: «Cánteme algo como si se encontrara en una tertulia familiar y con la sencillez propia de la juventud, sin pretensiones de gran artista. Va a pasar algún tiempo antes de ser una verdadera profesional y tendrá por el medio mucho trabajo». Nunca olvidé esas palabras de Roig, Fue una persona encantadora en esa oportunidad y en las numerosas ocasiones que a lo largo de mi vida trabajaría bajo su dirección. Se mostraba muy receptivo con uno, apreciaba el potencial artístico individual, hasta dónde uno podía llegar, y no exigía más.
Al preguntarme acerca de las canciones de mi repertorio, le expliqué que estudiaba guitarra con Guyún y él me había enseñado un bolero de Bola de Nieve [Ignacio Villa] llamado Si me pudieras querer. Le dije qué que lo cantaba a menudo acompañada por mi maestro, pues no sólo lo consideraba una obra que extraordinariamente se adaptaba a mi registro vocal, sino también al identificarse con mi manera de concebir la canción y poseer la alegría de vivir que buscaba en los textos, lo cual encontré más tarde entre las características de Bola —tan asociado a momentos memorables de mi trayectoria—, al ofrecerme una amistad sólo rota a causa de la ida definitiva de un artista inolvidable.
Pese a que como compositor él no poseía en esa época el renombre de los restantes incluidos en la banda sonora de Sucedió en La Habana, Gonzalo Roig accedió a que en el pasaje musical de mi debut yo cantara Si me pudieras querer; le gustó esa obra y apreciaba mucho a Bola de Nieve, quien entonces trabajaba con la orquesta del maestro Lecuona. Roig hizo un arreglo musical para ser ejecutado por la Sinfónica y la guitarra de Guyún y lo grabamos en Radio Ideas Pazos.
De esa forma arrastré a Guyún a mi primera aventura en el cine, que nada más consistió en doblar a su lado Si me pudieras querer parada en una pérgola situada en el jardín interior del hotel Nacional y vestida completamente de blanco. En determinado momento nos rodeaban unas 12 muchachas que bailaban una fantasía con diseños de vestuario y la dirección coreográfica de Sergio Orta, insertada fundamentalmente en el puente de la partitura, en el cual predominaba la Orquesta que, en otras partes, se fundía con la guitarra: Despertaste nueva vida en mí/ para ser faro de mi querer/ y hoy me tiene medio loca/ la ilusión que el alma evoca,/ y ha de alumbrar mi ilusión./ Hoy la vida me ha de sonreír,/ tengo ya deseos de sentir/ los besitos de tu boca/ que mejor me hacen vivir.// Si me pudieras querer/ como te estoy queriendo yo,/ si no me fuera traidora/ la luz de tu amor;/ yo no sé si existiera por ti/ sólo mi querer./ Yo no sé qué sería/ la vida sin ti.// Pero no quiero pensar/ que nunca me podrás amar,/ porque la vida no quiere/ y nada más./ Deja que Dios o que el destino quiera,/ y entonces la vida/ también lo querrá.
Mi única experiencia artística anterior habían sido las veladas familiares organizadas en casas de la Víbora, en las cuales nunca me causó pavor presentarme. Pero mi escena de Sucedió en La Habana, que transcurría durante una kermesse de la Cruz Roja en el hotel Nacional, era algo completamente distinto. Por primera vez ahí escuché tan seguido la palabra «¡corten!» para que la cámara de filmación acometiese distintas tomas. Venían las indicaciones de Peón: «Esta parte de la canción la canta aquí… esta otra en tal posición… la luz no la favorece….¡corten de nuevo!»
Pensé que no había nacido para el cine, en mi incapacidad de participar en otra película por las constantes paradas y la rebambaramba armada a mi alrededor con las coristas bailando y Sergio Orta gritándoles distintos movimientos a efectuar. Desde los ensayos creí que iba a volverme loca con ese círculo tormentoso y después aún más al sumarse las luces en el rodaje. Pero desde niña aprendí a dominar mis sentimientos y pude controlarme…
Además, estaba cerca de Guyún, un hombre con un sentido exacto de la proporción de las emociones: no excederse demasiado, ni quedarse corto, ir en busca de un justo equilibrio, hasta dónde lo indicara la seguridad adquirida. Me aferré a su presencia, a la fuerza emanada de sus dedos para provocar los irrepetibles acordes de su guitarra, que no sólo trascendían en el ambiente desde el punto de vista musical, sino que también lo inundaban de dos elementos necesarios en tal ocasión: confianza y seguridad en uno mismo.
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