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A 90 años del estreno de “El veneno de un beso” (I)

3 de octubre de 2019

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Antonio Perdices, como parte de la directiva de la productora cinematográfica B.P.P. Pictures incitó a Gonzalo de Palacio (1896-1992), afamado periodista de Bohemia, El Mundo e Información, que trabajaba en las oficinas de la revista Civilización, a escribir con el título de El veneno de un beso, el argumento que urgía para la primera producción de la compañía. El autor prefirió firmar con el seudónimo Guy de Pelletier. Al poco tiempo disponían del guión que precisaban para comenzar. «Besos cautivadores, besos que matan, besos que sellan un idilio fundiendo dos almas en el altar del sacrificio. Tal es el tema de la novela de Guy de Pelletier llevada al lienzo por la B.P.P. Pictures». Esta frase promocional sintetiza una trama lacrimógena a más no poder.

Ricardo Delgado, provisto de una cámara francesa alquilada a Jorge Piñeyro, fue contratado para la filmación. El director de fotografía llamó como asistente a Ernesto Caparrós, a quien había visto desempeñarse con eficiencia en el equipo de Harlan y que se convertiría en poco tiempo en uno de los más notorios colaboradores de Ramón Peón.

Por desarrollarse gran parte del argumento en una lujosa residencia para ahorrar decorados, los interiores se rodaron en la propiedad de Arturo (Mussie) del Barrio en la calle 15 esquina a 4 en El Vedado. Algunos sets fueron situados en un garaje con capacidad para dos automóviles, pero las limitaciones de espacio, el calor provocado por la iluminación y el entusiasmo despertado en el equipo ante el probable éxito, le animaron a valorar la posibilidad de construir unos estudios. Durante la filmación, el equipo recibió la visita del actor John Barrymore en compañía de su esposa desde 1928, la actriz Dolores Costello, y su hermana Helen, también actriz. El más joven de la estirpe de los Barrymore era muy admirado por su actuación en Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1920).

Para hacer galas de aquel físico valentinesco, acentuado con considerables dosis de gomina en el pelo, Perdices no titubeó en encarnar en El veneno de un beso el personaje masculino protagónico, el abogado Raúl Villalba, siempre presto a ofrecer el beso letal del título. La joven actriz gallega Mercedes Mariño (Esther), la cienfueguera Yolanda Farrar (Margot), el veterano actor teatral Francisco Muñoz (Don Marcos) y Chelín Cortés (Beatriz) conformaron el resto del reparto. A escasas noventa millas de los Estados Unidos, una película osaba desafiar el decálogo esgrimido por Will H. Hays en su cruzada evangélica, condenatoria del beso apasionado que ensombreció los sueños de las vírgenes en la oscuridad del cine «exaltación folletinesca del adulterio».

 

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La trama se inicia con la visita a una clínica por Raúl Villalba, que dona generosamente su sangre para una transfusión que solucionará «un asunto de vida o muerte». Aunque el donante ignora la identidad de la paciente, Esther, la muchacha sobreviviente, enseguida es vista como una rival por Margot, la ambiciosa amante del joven jurista. Los intertítulos en español e inglés para facilitar la distribución en Estados Unidos —separados por viñetas— describen la naturaleza de ese nefasto personaje: «En el insondable espíritu de aquella mujer, no se sabía si era la vanidad o la pasión quien sufría la herida». Esta «mujer metalizada que no concibe el sacrificio sin intereses» finge ofrecer resistencia a las caricias del galán antes de un elíptico fundido: «¡Malo! ¡Más que malo! ¡Ya no me quieres como antes!»… «No seas tonta, ¡si mi pensamiento y mi vida son tuyos solamente!».

Villalba no tarda en sucumbir ante los encantos de Esther, pese a la oposición del tutor de la joven, Don Marcos. Este villano de la película, decidido a obstaculizar el romance, con la complicidad de Beatriz, la intrigante criada, no titubeará en mentir a Esther al decirle que el médico le ha confesado que es víctima de la maligna tisis lo cual trunca «alimentar una pasión». Un simple beso podría transmitir el mal a su amado, razón que la obliga a sacrificarse y renunciar a él. «Así no habrá explicaciones, y es mejor para todos», sugiere el malvado, porque un matrimonio sería funesto.

Para la valoración de los cuatro escasos rollos sobrevivientes del filme —cuarenta de los 120 minutos de la duración original, de acuerdo a testimonios de la época—, preferimos acudir a nuestra descripción en la monografía Ramón Peón, el hombre de los glóbulos negros. Ese tercio del metraje de El veneno de un beso conservado por la Cinemateca de Cuba impide un juicio justo de la obra íntegra; sin embargo, desde los primeros planos se percibe el prodigioso sentido del ritmo y el sólido dominio técnico por el cineasta. Planos medios alternan con otros generales de mayor tiempo en pantalla y algunos insertos de detalles. El realizador apela incluso al punto de vista subjetivo, como en el encuadre de Don Marcos que observa desde una ventana a la pareja en el jardín. La visión incompleta de la película no pierde interés por poseer momentos notables.

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De acuerdo a los fragmentos apreciados, la puesta en escena de El veneno de un beso no tiene mucho que envidiar a un filme norteamericano o europeo de la época. La cuidada ambientación, las composiciones dentro del cuadro, los variados emplazamientos de la cámara —generalmente estática en los interiores—, y las actuaciones, resultan estimables. Mercedes Mariño convence en sus expresiones y su contención al recibir la noticia de «su grave enfermedad», sin requerir gestos exagerados y grandilocuentes a los cuales eran tan proclives las divas italianas, en conflictos análogos o menos trágicos que los de su personaje.

A cualquier melodramático folletín de la Bertini o sus sucedáneas podrían pertenecer los intertítulos descriptivos del encuentro nocturno de la pareja Raúl-Esther, tras la abrupta ruptura del joven, harto de las recriminaciones y reproches de su amante. Aferrado a una de sus manos en el mueble donde están reclinados y, con los ojos quizás demasiado entornados y una mirada más suplicante y fogosa que las del auténtico Valentino, él se aproxima a ella, dudosa en responderle. La muchacha, desesperada, esquiva la tentativa de besarlo. Toda semejanza o parecido con el momento culminante de un capítulo de un novelón radial, no es pura coincidencia.

Los intertítulos, algunos de inenarrable cursilería, son multifuncionales: marcan transiciones espacio-temporales; presentan y caracterizan a los personajes o avanzan información sobre acontecimientos pasados o futuros. La riqueza visual de El veneno de un beso permite concluir algunas situaciones sin la apoyatura de los rótulos. Las deficiencias de calidad fotográfica apreciables en esas cuatro latas rescatadas no impiden percibir el esmero de Peón en las relaciones entre los personajes a través de los planos y del raccord de las miradas cargadas de expresión.

Cuánto habríamos deseado conocer el desenlace del filme ante la tensión dramática conseguida por el realizador. La implacable huella del tiempo obró en su contra. Solo los espectadores en 1929 pudieron valorar la solución del argumento, cuya estructura narrativa cronológica está articulada en dos partes o tempos —como en el cine italiano—. A partir del fragmento apreciado, se deduce el nivel cualitativo del todo. Al no disponer de una copia más completa, mayores dificultades aún confronta la labor historiográfica. Un proceso de restauración podría haberle restituido su metraje original o, lo más aproximado posible, mediante la comparación de copias procedentes de distintas filmotecas o de colecciones privadas, procedimiento aplicado a varios clásicos del cine silente. (Continuará)

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