María de los Ángeles Santana (XVI)
3 de mayo de 2019
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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.
Cuando el colegio de Lourdes iba a inaugurar su nuevo edificio, mi abuela Juana, que velaba mucho por la formación espiritual de sus nietas, le sugirió a mis padres que nos matricularan. A ellos no les costó trabajo complacerla, porque los dos se educaron en escuelas católicas y en un ambiente religioso. Les pareció buena la indicación de mandarnos a esa escuela, poseedora de mucho prestigio a causa de su cuerpo de profesores, integrado por las propias monjas filipenses y contados laicos.
Nos levantaban temprano para desayunar y nos ponían el uniforme de diario, hecho con un algodón muy fino de color blanco y rayitas azules. Lo completaban un cinturón de tela azul, una especie de cuello superpuesto con una corbata, unas medias blancas que llegaban hasta la rodilla y zapatos negros.
A las siete de la mañana cogíamos en la puerta de la casa un ómnibus de la escuela, a la cual llegábamos una media hora después, tras la recogida de otras niñas, cuyos padres también solicitaran tal servicio. Íbamos directo al patio exterior del colegio para la formación de las filas, de acuerdo con el grado escolar. Entonces empezaba a oírse en el matutino la chasca, especie de castañuela que las monjas se ponían en una mano, pues no se daban órdenes verbales, sino por el sonido de ese adminículo. Cada tañido tenía su código. Un sonido era para pararse en atención y, sucesivamente, según la cantidad de ellos, se daba otra orden. Si esa chasca se oía ininterrumpidamente acababan de detectar alguna indisciplina y lo mejor hubiera sido perderse de allí.
Después del matutino, en el cual se destacaba lo más importante para cada curso o alguna actividad de índole religiosa, nos dirigíamos a la capilla, que era muy hermosa y la presidía la Virgen de Lourdes. Cuando terminábamos la oración del día íbamos para las aulas. Mi hermana y yo nos encontrábamos separadas, a pesar de ser un año mayor, yo la aventajaba en un curso, debido a su retraso por problemas de salud.
Finalizada la sesión de la mañana volvíamos a la capilla, donde agradecíamos a Dios los alimentos que íbamos a recibir en breve y luego nos encaminábamos hacia el comedor. Al terminar el almuerzo, venía el horario de reposo, que generalmente se desarrollaba en los jardines y en el cual uno hacía lo que deseaba: leer un libro, conversar con un grupo de amigas, e incluso, contactar de lejos con amiguitos, ya que la escuela de los Maristas, que era de niños, estaba en la esquina opuesta a la nuestra y a esa hora procurábamos, por todos los medios, que pudieran saludarnos a distancia.
Al terminar ese reposo retornábamos a las aulas para recibir distintas disciplinas, acorde con lo establecido en cada día de la semana: Música, Bordado y Costura, Caligrafía, Dibujo y Pintura, y Orden y Aseo. Para mí fueron importantes las clases de Pintura y, ante todo, las de Solfeo y de Piano, que empecé en 1927.
Yo había adquirido algunos conocimientos elementales con mi madre y comenzaba a perfeccionarlos en la escuela, adscrita al conservatorio del maestro Benjamín Orbón, que dos veces al año presidía los exámenes y otorgaba a las alumnas las calificaciones correspondientes. Al llegar esa etapa, no perdonaba a nadie y hacía repetir los años. Por suerte, nunca me sucedió. A Orbón, magnifico pianista, compositor y profesor, lo recuerdo como una persona rígida y con un elevado sentido de la belleza; se extasiaba por completo si le gustaba un pasaje que solfeábamos.
También me atrajeron mucho las clases de Cultura Física que impartía un profesor suizo de apellido Loustalot, quien lograba prodigios en nuestros cuerpos. En esos tiempos nunca oí hablar de tantos dolores que ahora se padecen más que nunca causadas por el nervio ciático, la cervical, que si hay que ponerse una faja o una minerva. Si tenías algún tipo de malestar, él te aplicaba dos o tres ejercicios y desaparecía casi de inmediato.
Las madres filipenses les concedían gran interés a esas clases, opinaban que el deporte, los ejercicios físicos, contribuían al buen equilibrio de la mente. Para ellos usábamos tenis blancos, un blusón blanco muy ancho, que llevaba una pequeña corbata negra, unas medias panty, como les llaman en la actualidad, de color blanco, y sobre ellas un short negro. Era tan ancho y tenía tantos pliegues que dentro de él tal vez cabrían dos igual que yo. Lo diseñaron así para que uno subiera y bajara las piernas sin poderse ver absolutamente nada. ¡Qué incomodidad, Dios mío!
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